sábado, 17 de agosto de 2013

La cerdita del Rey




El Rey se levantó muy temprano para dirigir personalmente los detalles de la gran fiesta que iba a celebrar esa noche en el castillo. ¿El motivo? Premiar a los súbditos más productivos de todo el reino. Pero sobre todo, congratular a Don Fernando, el porquerizo del Rey.

Y es que por muchos años la carne de cerdo estaba prohibida en todo el reino, pues extrañamente, algunos que la consumía, morían locos o convulsionando como lagartijas.

Don Fernando, en cambio, las criaba tan limpias, tan bien cuidadas, tan de “buena familia”, que antes de usar la grasa de cerdo solo para los ejes de las carretas, ahora se consumía sanamente en todo el reino, reduciendo el hambre en general y las protestas en particular.

Justamente, esa mañana, vio entrar a don Fernando desde la su ventana del castillo, con sus carretas llenas de cerditos que iban directo a la cocina; pero al rey le llamó la atención: una pequeña marranita que miraba alegremente hacia su dirección. “Era una señal”, se dijo. Y bajó corriendo las escaleras para darle el encuentro.

 En efecto, la cerdita era linda, de ojos chinitos, cachetona y rosadita. Cuando descendió por la rampa de la carreta, el Rey notó la inusual elegancia en su andar que, pese a su voluminoso cuerpo, sus pezuñas parecían apenas tocar el piso, tan graciosamente que parecía levitar.

Fue cuando el Rey decidió adoptarla como su nueva mascota real.

Don Fernando, que era muy diestro en ver el futuro -que no era tampoco nada especial tratándose de una cerdita-, advirtió al rey que los cerdos no eran mascotas.

Pero el rey no le escuchó: embelesado con el animalito, le daba de comer de su propia mano, a la que la cerdita atenta, lo hacía con mucho cuidado de no morderle la mano de su nuevo amo.

- Listo, no se hable más -dijo el Rey-, en la noche la presento como mi nueva mascota real.

Don Fernando, sabía que el Rey era justo, honrado y de buen juicio, pero que adolecía del mal de todos los reyes: «solo aprenden de primera mano», no se atrevió a objetar la decisión de convertir a la cerdita, en la nueva mascota real. Total, era el Rey.

Ya en la noche y con todos los invitados en el salón principal del castillo, se procedió a la premiación. Y, mientras el Rey jugaba con su nueva mascota -que rápidamente aprendió a saltar por el aire, para atrapar su comida-, no necesariamente provocaba las risas de los asistentes por su gracia, sino más bien burlas por aparentar agilidad con tan voluminosos cuerpo, algo que por naturaleza no era, por más esfuerzo que hiciera.

Cuando se disponía a premiar a los ganadores, el general del ejército real ingresó al salón principal, abriendo las puertas de par en par, sin percatarse que afuera, se había desatado una inusual tormenta, acompañada de una torrencial lluvia de verano.

Entonces, la cerdita se escapó directamente al patio y empezó a darse una bañada de chiquero, mescla de barro, orín y excremento de caballo.

- Cómo ¿no has podido limpiar tu camino, general inepto? – le dijo el Rey al oficial como tratando de hallar a su primer culpable, sin reparar la normal cagada de caballos.

El Rey ordenó, entonces a Don Fernando, que bañara de inmediata a la cerdita y la acondicionara para que la ceremonia pudiera proseguir. A lo que el súbdito, obediente, accedió no sin antes mirar al rey con unas ganas de decirle: «Se lo dije, mi lord: los cerdos no son mascotas…», recibiendo la mirada del rey con su clásico “yo sé lo que hago”.

Luego que don Fernando bañara y acicalara a la cerdita, regresó al salón real. Los platillos principales empezaban a servirse en las mesas, cuando un invitado inoportuno y tardón, nuevamente abrió las puertas. Fue entonces que la cerdita escapó de los brazos de don Fernando y…

El Rey, estalló en cólera y, dirigiéndose a Don Fernando, le dijo:

- Esta cerdita no es más que una marrana, una mugrienta, una cochina, que le gusta la inmundicia. En vano ha conocido las virtudes de vivir en palacio real y ser la mascota preferida del Rey…- concluyó indignado.

El Rey ordenó a Don Fernando que se llevara a esa marrana mugrienta de su vista.

Y, aunque don Fernando salió ileso de tan desagradable experiencia con el Rey -quien solo aprendía de primera mano-, grata fue su sorpresa pues, a partir de ese día, el soberano acuñó dos cosas en su mente: la primera, dejó de “aprender de primera mano», y borró para siempre de su rostro el gesto de: “yo sé lo que hago”. Y la segunda; a hablar menos y a escuchar más; sobre todo, a no permitir que el corazón gobernara su mente, al punto que una marrana, volviera a entrar a su reino.

 


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