Hacía 7 años que el mago del Rey había muerto buscando la fórmula de la vida eterna, tomando té con 3 gotas de mercurio; luego de fracasar por 20 años buscando la piedra filosofal que convirtiera el plomo en oro, así que el rey se conformaba con poco, hasta que llegó a sus oídos la fama de un “milagrero”.
- ¿Y qué es un milagrero? – Preguntó el
rey-. He escuchado de hechiceros,
brujos, magos y hasta chamanes venidos de las indias occidentales, pero
¿milagrero?
- Hace a los ciegos ver; a los sordos, oír; a
los cojos, andar… a los muertos….
- Esas son blasfemias –
interrumpió el cardenal, disculpándose por su abrupta intromisión-. Lo que
merece ese brujo es la excomunión, mi rey. Recomiendo desestimar la invitación.
- Es lo mismo que recomiendo yo a
su majestad –habló el médico de la corte-. No tienen nada de científico aquello
de resucitar muertos.
- Lo mismo pienso yo y de hecho,
no creo en nada de eso, - dijo el rey- Pero, valgan verdades: “Ver para creer”.
No es así señor cardenal, ¿o me equivoco? Además, habría que certificar el
método científico, ¿no doctor?... Y ya que la ciencia y la fe coinciden en algo
–dijo con cierta malicia el Rey, ordenó a la guardia -. Tráiganlo de inmediato,
quiero conocerlo y ver si hace un milagro de verdad, para beneplácito del
doctor aquí presente y para reforzar la fe del cardenal.
Cuando entró a la sala de audiencias del reino, el milagrero parecía demasiado delgado para ser poderoso; muy bajo
para mirar al resto por sobre sus hombros, como suelen hacer los generales y
poco atractivo para ser rey. Entonces su majestad comprobó que era inofensivo y
solo entonces se percató que antes de mirarlo a él -que era el rey-, no
apartaba la vista de la puerta que conducía a la cocina real.
El rey, antes de averiguar por los milagros del milagrero intrigado, le preguntó por qué miraba tanto hacia la
cocina del castillo, pensando que quizás tenía hambre, como para pedirle que
primero hiciera un milagro, al menos.
- Acompáñame –le dijo el
milagrero al rey, medio en tono de insolente imperativo, a lo que su majestad, medio
molesto, pero devorado por la curiosidad e incertidumbre, aceptó.
Todo el personal de la cocina se formó de inmediato y el milagrero llamó
a uno de los cocineros, el más humilde de todos.
- Prepara algo para el rey - le
ordenó el milagrero.
El chef del rey objetó el pedido.
Adujo que era un inútil, un ignorante. Que apenas servía para hacer la limpieza
y el corte de vegetales, ah, y afilar cuchillos. El rey lo mandó a callar y le
dijo al ayudante que cumpliera la orden que le estaba dando el “milagrero”.
-
Pero si no sabe freír bien una carne, ni asar un
cerdo. ni preparar una ensalada decente. Mi Rey, deje que mis cocineros y yo
mismo le preparemos por la honra de la cocina real, 10 veces premiada y….
Ciertamente, ya nadie lo escuchó.
Entonces el milagrero, se dirigió a su elegido y le preguntó:
-
¿Qué sabes hacer?
-
Pastel, señor… panes, tortas, queques…
-
Entonces hazlo.
Y mientras el doctor y el cura se
enfrascaban en la discusión que la fe y la ciencia nunca congeniarían, y que el
hoy era “solo circunstancial”, el Rey no apartaba la vista del milagrero que iba siguiendo cada paso
del ayudante en la cocina. Luego salieron todos al patio por el calor del horno
que el joven pastelero encendió. Entonces el milagrero empezó a contar los pueblos que transitaba en su largo peregrinar
y el rey, a jactarse de sus pueblos conquistados, haasta el ayudante de cocina pidió
que todos entrar.
Era impresionante. Una mesa llena
de bocaditos de mazapán, y bollos rellenos de crema pastelera. Panecillos untados
en crema de paté de hígado de ganso, y otros, rellenos de pollo deshilachado
con mayonesa y puntos de salame. Pero el pastel –qué pastel-, de 2 metros de
alto y 4 pisos, blanco puro, con masa elástica de azúcar impalpable, decorada a
mano con crema chantillí, rodeado de una cadena de frutos del bosque,
recolectados del jardín real: moras rojas y negras, fresas y frambuesas, y los
arándanos traídos de las américas.
- Qué asombroso, qué exquisitez – dijo el rey,
probando con el dedo y con los ojos de niño de antigua edad, frente al más
esplendido pastel de cumpleaños-. Manjar de dioses, dignos de un rey –exclamó
extasiado y palpándose el pecho.
Todos se maravillaron de lo acontecido,
entonces el rey preguntó al milagrero:
-
¿Cómo sabías que este humilde ayudante de cocina y lavador de platos
podía lograr tal hazaña de preparar un manjar digno de los dioses?
A lo que el milagrero le contesto:
- Solo le dije que extendiera su
mano.
El rey lo invitó a pasar la noche
en el castillo a lo que el milagrero
aceptó. A la mañana siguiente el rey y la reina, pasaron una feliz noche, casi
como si recién se hubieran casado.
- He pasado una bellísima noche,
estimado señor “milagrero”, ¿es también un milagro suyo? – dijo el Rey.
- No – le respondió – solo a
veces el amor parece muerto, pero en realidad solo está dormido – mirando a los
ojos a la feliz reina.
Pasaron muchos años después de
ese día y el Rey se puso a hacer milagros también: El arquitecto real, produjo
las más bellas esculturas que adornaban el palacio y las principales plazas y
parque de la ciudad. El retratista de su majestad, cubrió todo el techo de la
catedral con el cielo de Dios y el paraíso terrenal, que el cardenal solo
soñaba con estar pronto ahí. El ingeniero militar dejó de hacer defensas y
portales, acueductos y desagües, y le construyó al médico real el mejor y más
grande hospital, 2 escuelas y una universidad, que eran la envidia de 20 reinos
juntos, lo cual hizo feliz a todo el pueblo y los deseos de un feliz e
interminable reinado de su majestad.
Y mientras le contaban al milagrero todo lo que había acontecido
en el reino desde su visita, solo atinó a recordar la vez en que su maestro
abrazó y curó a un leproso.
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