miércoles, 14 de agosto de 2013

El castillo del Rey





    El enemigo estaba a las puertas del castillo y pronto se entablaría la batalla. Al principio, llegaron muertos de hambre y les dieron de comer. Luego, trabajaban por techo y plato de comida, pero los ciudadanos les daban vergüenza explotarlos, y le asignaron salario y derechos iguales. Después de ganarse la confianza, empezaron a matar. No eran todos, pero la gran mayoría traía un instinto de pirata, y terminaron imponiendo sus costumbres. Colocaban sus banderas en todas partes, y cuando había un conflicto o pelea, atacaban en bandas, de a cuatro, cinco y terminaron siendo bandidos. Cuando les pidieron que se vayan, los buenos, reclamaban; los malos imponían. Ahora estaban en todas partes exigiendo derechos del reino que no les correspondía.

Los soldados estaban es sus puestos, las mujeres, los niños y ancianos, refugiados en los galpones. Los almacenes abastecidos para sostener un asedio por lo menos dos meses más, debido a la pandemia que azotaba a todos los reinos.

Los caballeros se apostaron al lado del Rey, planeado la estrategia de defensa mientras los lores, sostenía cada puerta y vigilaban desde las torres, el movimiento del enemigo, comunicando a cada instante sus emplazamientos.

Desde el torreón mayor, un caballero veía con tristeza los techos de las casas, cuya paja pronto ardería en medio de la invasión del enemigo, que estaba en todas partes: apedreando carretas de alimentos, exigiendo dinero, que los transporten gratis, a cobrar sin trabajar, sembrando terror en todos los ciudadanos.

Otro caballero, miraba los almacenes frustrado por no haber hallado la forma adecuada de apilar los suministros de manera adecuada y evitar que se perdieran por golpes o aplastamientos, gran parte de la cosecha de ese año. Abundancia que los invasores envidiaban del reino y se había convertido en una minoría que mantenía su poder mediante el terror y la violencia, apelando a que sus hijos había nacido en el reino, reclamando derechos en un pueblo ajeno.

Los miembros de la guardia real se lamentaban no haber previsto ese desborde, acostumbrados a ser un pueblo pacífico que odiaba las guerras -`porque la conocían bien-, tenía que enfrentarse a una que no la había pedido, y sin querer, propiciado una invasión, confirmando que “no hay mal que por bien no venga”, traicionados en lo más profundo de su corazón

Todos miraban con tristeza lo que perderían ese día, mientras el sol se levantaba en el horizonte, quizás mucho, no verían el atardecer.

Entonces el Rey, que había luchado al lado de su abuelo desde niño, y con su padre cuando era aún adolescente, miró a sus caballeros, lores y soldados, y sin dejar de mirar al pueblo, les dijo:

- Los muros de esta ciudad están hechas para defender nuestras vidas, y serán levantadas una y otra vez si acaso son derribadas. Habrá tiempo para continuar nuestro trabajo, ya lo hemos demostrado una y mil veces. Nada quedará pendiente. Los malvados nunca vencen, eso está escrito.

Luego, dirigiéndose a todos, preguntó:

- ¿Por quién van a luchar hoy?

Como era lógico de esperar, todos gritaron: «¡Por el Rey!».

El soberano, se irguió montado en su caballo de guerra, y dijo:

- No es por su Rey: es por ellos –señalando el galpón, y sacando una voz nunca escuchada, arengó:- Esto vale más que todo el oro del mundo. ¡Luchen por su hogar, por su tierra, por los suyos! ¡Luchen por su propia vida, y por la tierra que se merecen!

Fue el día exacto que aprendieron una gran lección de su gran rey:

-          Morir no es la forma de probar el valor que uno tiene, sino la luchar por el motivo exacto, por el cual el vivir, valga la pena.

Desde entonces, nunca volvieron a ser derrotados y mucho menos, invadidos.







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