Su majestad estaba en cama
padeciendo diversas dolencias extrañas desde hace casi siete meses. Nadie podía
explicar cómo, pero de pronto, el soberano, conocido por su fuerza inagotable,
su erguido y noble aspecto de rey, intrépido veterano de grandes batallas sin
miedo a morir y poseedor de una energía inagotable, podía sufrir tantos males a
la vez, empezando mojarse la cama.
-
¡Qué vergüenza! – dijo apenas vió entrar al médico real a sus
aposentos-. Pero el dolor en el pecho, esto sí que no lo puedo soportar.
Con la parsimonia de un elefante
africano, el médico real sacó todos sus instrumentos: encendió incienso de Jerusalén,
quemó menta de Damasco, canela de la india, quinua de los andes y demás hojas
secas que hasta su muerte, no reveló nunca para qué servían, porque en realidad
ni él sabía, pero le daban buenos resultados, sobre todo con el Rey, que
siempre se inventaba tantos males como él, medicamentos.
Todos en el reino supieron al
unísono, que era la hora de prepararse para lo inevitable: ¡El Rey se muere!
-
¡No murmuren! -dijo el soberano tomándose el pecho como para que no se
le fuera a salir el corazón, y agregó para que nunca lo olviden:- No me gusta
que murmuren. No tienen por qué conspirar,
total, ya me estoy muriendo. Van a perder a su rey, el mejor de todos los
tiempos… - terminando su perorata tosiendo como actor de teatro real.
Y mientras el médico, perfumaba la habitación y le daba pastilla de
azúcar con leche de amapola disuelta en agua, no sin antes explicar que eran
medicinas nuevas, secretos arrancados a palo a los chamanes Mayas de los
recientes reinos conquistados.
El Rey por su parte, ya no le
hacía efecto los sonidos de trompeta, para animar su corazón. Ni las historias
de sus batallas, ganadas por sus astutos generales y leales soldado. Nada lo
hacía reír ni si quiera el amor de su joven reina, 30 años menor que él,
conseguida para que no muriera de pena por su eventual viudez.
-
Ya no puedo ir al baño solo –dijo con tristeza-. Los huesos me duelen como
si fueran de cristal, y suenan a leño viejo, crujiendo por todos lados. Hace
tres meses, la neumonía casi me mata. No puedo ni montar a caballo, ni levantar
la espada y menos caminar como antes. El colmo de la vergüenza, mi cochero real
me tienen que llevar a todas partes. Y ahora, ésta dolor en el pecho que no se
me quita desde las seis de la mañana.
«¿Seis de la mañana?», repitió como un autómata el médico real. El Rey,
que era diestro y atento a interpretar los gestos de las personas a su
alrededor -hábito adquirido en las larguísimas juntas con sus ministros de
estado y reyes menores-, preguntó al instante:
-
Usted no me está remedando; me está ocultado algo. – Dijo molesto al
médico.
- Disculpe mi torpeza, mi señor,
pero afuera la gente no murmura ni conspiraba contra usted – Y para aliviarlo,
enfatizó:- Ni se están repartiendo su reino…, aún. Lo que pasa es que a las
seis de la mañana me llamó su viejo maestro, Don Antonio, el Cid. Está muy mal
de salud.
El rey, antes de entristecerse por la noticia, empezó a justificarse:
- Vaya, ya estaba viejo, cansado.
Quería hacer lo que no hizo de joven: escribir libros. Era tiempo de apartarlo,
mandarlo a descansar ¡jubilarlo! Él era sabio porque yo, su majestad, así lo
había decretado; sin mí, no hubiera sido nada. Además, le hice una linda
despedida, con nombramiento como Maestro eterno, discurso y final, ah, y “plato recordatorio” y... Bueno, lo saqué
con honores, como debe ser.
Al escuchar esto, el galeno dejó de hacer los pasos de su danza
sanadora, para detenerse a escuchar. Sintió que era la hora de oír el
testamento no escrito del Rey. Entonces, dejó que el soberano hablara:
-
Este reino es lo que es, por mí. Hemos logrado la paz con nuestros
vecinos, nos respetan en todo el mundo conocido, y nos temen incluso en mundos
que ni si quiera conocen. Hemos logrado avances en la ciencia y tecnología. Tenemos
la mejor educación, 5 acreditaciones internacionales. La ciudad crece, los
parques se extienden y mis monumentos están en todas partes.
-
Menos los nombres de quienes la construyeron, mi Rey. Un acto injusto
puede olvidarse; pero jamás al que lo cometió, y mucho menos con las personas
equivocadas.
-
Repíteme eso, médico.
-
Disculpe vuestra merced, usted está en todas partes. Todas las plazas
llevan su nombre, en toda obra pública figura el gran rey, incluso las obras de
otros; y, en las obras en las que usted no puede intervenir, se la han dedicado
a usted, mi señor… por respeto a su investidura.
Satisfecho, el Rey asentía como diciendo: «Así debe ser».
-
El maestro Antonio estuvo cerca a usted desde que era niño. Fue su
tutor. Le aguantaba todos sus berrinches y rabietas reales y lo consolaba y
daba ánimo, cuando no quería hablar con nadie. Desbarataba conspiraciones y
unía fuerza por usted… Quizás con Antonio, se le fue el último de...
-
Fue cuando era joven, inexperto- interrumpió el Rey, bajo los efectos de
la soberbia- necesitaba su apoyo..
-
El reino es reino, mi señor, pero no su reinado. Usted puede ser rey de
su casa, de un ejército, de un barco, de una escuela; pero ese es su reino, no
su reinado. Es de todos, y de los que lo ayudaron a construirlo, de los que
dieron su mejor disposición….
-
Pamplinas, yo soy el que soy,
punto - le dijo el rey, callando al «brujo real».
-
Puede ser que el reino no sea el mismo; pero su reinado acabó hoy, cuando
usted sacó al Buen Antonio.
Entonces, el Rey, mirando hacia su ventana real, alcanzó a ver llegar a
su buen maestro y amigo:
- Antonio,
que esplendido te ves, pareces un Rey» - dijo.
- Buen maestro – dijo el médico como siguiendo la
conversación-, seguro vendrá para acompañarlo y enseñarle a emprender el último
camino.
Luego, el médico miró a su alrededor, y percibió un olor distinto pero
conocido: a libro nuevo de primer día de escuela. Entonces reconoció que Antonio,
el Cid, el gran maestro, le seguiría enseñando al Rey.
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