domingo, 11 de agosto de 2013

El médico del Rey

Su majestad estaba en cama padeciendo diversas dolencias extrañas desde hace casi siete meses. Nadie podía explicar cómo, pero de pronto, el soberano, conocido por su fuerza inagotable, su erguido y noble aspecto de rey, intrépido veterano de grandes batallas sin miedo a morir y poseedor de una energía inagotable, podía sufrir tantos males a la vez, empezando mojarse la cama.

-  ¡Qué vergüenza! – dijo apenas vió entrar al médico real a sus aposentos-. Pero el dolor en el pecho, esto sí que no lo puedo soportar.

Con la parsimonia de un elefante africano, el médico real sacó todos sus instrumentos: encendió incienso de Jerusalén, quemó menta de Damasco, canela de la india, quinua de los andes y demás hojas secas que hasta su muerte, no reveló nunca para qué servían, porque en realidad ni él sabía, pero le daban buenos resultados, sobre todo con el Rey, que siempre se inventaba tantos males como él, medicamentos.

Todos en el reino supieron al unísono, que era la hora de prepararse para lo inevitable: ¡El Rey se muere!

-  ¡No murmuren! -dijo el soberano tomándose el pecho como para que no se le fuera a salir el corazón, y agregó para que nunca lo olviden:- No me gusta que murmuren. No tienen  por qué conspirar, total, ya me estoy muriendo. Van a perder a su rey, el mejor de todos los tiempos… - terminando su perorata tosiendo como actor de teatro real.

  Y mientras el médico, perfumaba la habitación y le daba pastilla de azúcar con leche de amapola disuelta en agua, no sin antes explicar que eran medicinas nuevas, secretos arrancados a palo a los chamanes Mayas de los recientes reinos conquistados.

El Rey por su parte, ya no le hacía efecto los sonidos de trompeta, para animar su corazón. Ni las historias de sus batallas, ganadas por sus astutos generales y leales soldado. Nada lo hacía reír ni si quiera el amor de su joven reina, 30 años menor que él, conseguida para que no muriera de pena por su eventual viudez.

-  Ya no puedo ir al baño solo –dijo con tristeza-. Los huesos me duelen como si fueran de cristal, y suenan a leño viejo, crujiendo por todos lados. Hace tres meses, la neumonía casi me mata. No puedo ni montar a caballo, ni levantar la espada y menos caminar como antes. El colmo de la vergüenza, mi cochero real me tienen que llevar a todas partes. Y ahora, ésta dolor en el pecho que no se me quita desde las seis de la mañana.

  «¿Seis de la mañana?», repitió como un autómata el médico real. El Rey, que era diestro y atento a interpretar los gestos de las personas a su alrededor -hábito adquirido en las larguísimas juntas con sus ministros de estado y reyes menores-, preguntó al instante:

-  Usted no me está remedando; me está ocultado algo. – Dijo molesto al médico.

- Disculpe mi torpeza, mi señor, pero afuera la gente no murmura ni conspiraba contra usted – Y para aliviarlo, enfatizó:- Ni se están repartiendo su reino…, aún. Lo que pasa es que a las seis de la mañana me llamó su viejo maestro, Don Antonio, el Cid. Está muy mal de salud.

  El rey, antes de entristecerse por la noticia, empezó a justificarse:

- Vaya, ya estaba viejo, cansado. Quería hacer lo que no hizo de joven: escribir libros. Era tiempo de apartarlo, mandarlo a descansar ¡jubilarlo! Él era sabio porque yo, su majestad, así lo había decretado; sin mí, no hubiera sido nada. Además, le hice una linda despedida, con nombramiento como Maestro eterno, discurso y final, ah,  y “plato recordatorio” y... Bueno, lo saqué con honores, como debe ser.

  Al escuchar esto, el galeno dejó de hacer los pasos de su danza sanadora, para detenerse a escuchar. Sintió que era la hora de oír el testamento no escrito del Rey. Entonces, dejó que el soberano hablara:

-  Este reino es lo que es, por mí. Hemos logrado la paz con nuestros vecinos, nos respetan en todo el mundo conocido, y nos temen incluso en mundos que ni si quiera conocen. Hemos logrado avances en la ciencia y tecnología. Tenemos la mejor educación, 5 acreditaciones internacionales. La ciudad crece, los parques se extienden y mis monumentos están en todas partes.

-  Menos los nombres de quienes la construyeron, mi Rey. Un acto injusto puede olvidarse; pero jamás al que lo cometió, y mucho menos con las personas equivocadas.

-  Repíteme eso, médico.

-  Disculpe vuestra merced, usted está en todas partes. Todas las plazas llevan su nombre, en toda obra pública figura el gran rey, incluso las obras de otros; y, en las obras en las que usted no puede intervenir, se la han dedicado a usted, mi señor… por respeto a su investidura.

  Satisfecho, el Rey asentía como diciendo: «Así debe ser».

-  El maestro Antonio estuvo cerca a usted desde que era niño. Fue su tutor. Le aguantaba todos sus berrinches y rabietas reales y lo consolaba y daba ánimo, cuando no quería hablar con nadie. Desbarataba conspiraciones y unía fuerza por usted… Quizás con Antonio, se le fue el último de...

-  Fue cuando era joven, inexperto- interrumpió el Rey, bajo los efectos de la soberbia- necesitaba su apoyo..

-  El reino es reino, mi señor, pero no su reinado. Usted puede ser rey de su casa, de un ejército, de un barco, de una escuela; pero ese es su reino, no su reinado. Es de todos, y de los que lo ayudaron a construirlo, de los que dieron su mejor disposición….

-   Pamplinas, yo soy el que soy, punto - le dijo el rey, callando al «brujo real».

 

-  Puede ser que el reino no sea el mismo; pero su reinado acabó hoy, cuando usted sacó al Buen Antonio.

  Entonces, el Rey, mirando hacia su ventana real, alcanzó a ver llegar a su buen maestro y amigo:

-     Antonio, que esplendido te ves, pareces un Rey» - dijo.

-    Buen maestro – dijo el médico como siguiendo la conversación-, seguro vendrá para acompañarlo y enseñarle a emprender el último camino.

Luego, el médico miró a su alrededor, y percibió un olor distinto pero conocido: a libro nuevo de primer día de escuela. Entonces reconoció que Antonio, el Cid, el gran maestro, le seguiría enseñando al Rey.

 

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