sábado, 17 de agosto de 2013

La cerdita del Rey




El Rey se levantó muy temprano para dirigir personalmente los detalles de la gran fiesta que iba a celebrar esa noche en el castillo. ¿El motivo? Premiar a los súbditos más productivos de todo el reino. Pero sobre todo, congratular a Don Fernando, el porquerizo del Rey.

Y es que por muchos años la carne de cerdo estaba prohibida en todo el reino, pues extrañamente, algunos que la consumía, morían locos o convulsionando como lagartijas.

Don Fernando, en cambio, las criaba tan limpias, tan bien cuidadas, tan de “buena familia”, que antes de usar la grasa de cerdo solo para los ejes de las carretas, ahora se consumía sanamente en todo el reino, reduciendo el hambre en general y las protestas en particular.

Justamente, esa mañana, vio entrar a don Fernando desde la su ventana del castillo, con sus carretas llenas de cerditos que iban directo a la cocina; pero al rey le llamó la atención: una pequeña marranita que miraba alegremente hacia su dirección. “Era una señal”, se dijo. Y bajó corriendo las escaleras para darle el encuentro.

 En efecto, la cerdita era linda, de ojos chinitos, cachetona y rosadita. Cuando descendió por la rampa de la carreta, el Rey notó la inusual elegancia en su andar que, pese a su voluminoso cuerpo, sus pezuñas parecían apenas tocar el piso, tan graciosamente que parecía levitar.

Fue cuando el Rey decidió adoptarla como su nueva mascota real.

Don Fernando, que era muy diestro en ver el futuro -que no era tampoco nada especial tratándose de una cerdita-, advirtió al rey que los cerdos no eran mascotas.

Pero el rey no le escuchó: embelesado con el animalito, le daba de comer de su propia mano, a la que la cerdita atenta, lo hacía con mucho cuidado de no morderle la mano de su nuevo amo.

- Listo, no se hable más -dijo el Rey-, en la noche la presento como mi nueva mascota real.

Don Fernando, sabía que el Rey era justo, honrado y de buen juicio, pero que adolecía del mal de todos los reyes: «solo aprenden de primera mano», no se atrevió a objetar la decisión de convertir a la cerdita, en la nueva mascota real. Total, era el Rey.

Ya en la noche y con todos los invitados en el salón principal del castillo, se procedió a la premiación. Y, mientras el Rey jugaba con su nueva mascota -que rápidamente aprendió a saltar por el aire, para atrapar su comida-, no necesariamente provocaba las risas de los asistentes por su gracia, sino más bien burlas por aparentar agilidad con tan voluminosos cuerpo, algo que por naturaleza no era, por más esfuerzo que hiciera.

Cuando se disponía a premiar a los ganadores, el general del ejército real ingresó al salón principal, abriendo las puertas de par en par, sin percatarse que afuera, se había desatado una inusual tormenta, acompañada de una torrencial lluvia de verano.

Entonces, la cerdita se escapó directamente al patio y empezó a darse una bañada de chiquero, mescla de barro, orín y excremento de caballo.

- Cómo ¿no has podido limpiar tu camino, general inepto? – le dijo el Rey al oficial como tratando de hallar a su primer culpable, sin reparar la normal cagada de caballos.

El Rey ordenó, entonces a Don Fernando, que bañara de inmediata a la cerdita y la acondicionara para que la ceremonia pudiera proseguir. A lo que el súbdito, obediente, accedió no sin antes mirar al rey con unas ganas de decirle: «Se lo dije, mi lord: los cerdos no son mascotas…», recibiendo la mirada del rey con su clásico “yo sé lo que hago”.

Luego que don Fernando bañara y acicalara a la cerdita, regresó al salón real. Los platillos principales empezaban a servirse en las mesas, cuando un invitado inoportuno y tardón, nuevamente abrió las puertas. Fue entonces que la cerdita escapó de los brazos de don Fernando y…

El Rey, estalló en cólera y, dirigiéndose a Don Fernando, le dijo:

- Esta cerdita no es más que una marrana, una mugrienta, una cochina, que le gusta la inmundicia. En vano ha conocido las virtudes de vivir en palacio real y ser la mascota preferida del Rey…- concluyó indignado.

El Rey ordenó a Don Fernando que se llevara a esa marrana mugrienta de su vista.

Y, aunque don Fernando salió ileso de tan desagradable experiencia con el Rey -quien solo aprendía de primera mano-, grata fue su sorpresa pues, a partir de ese día, el soberano acuñó dos cosas en su mente: la primera, dejó de “aprender de primera mano», y borró para siempre de su rostro el gesto de: “yo sé lo que hago”. Y la segunda; a hablar menos y a escuchar más; sobre todo, a no permitir que el corazón gobernara su mente, al punto que una marrana, volviera a entrar a su reino.

 


viernes, 16 de agosto de 2013

El antepasado del Rey


Se encontraba el Rey en una junta con su ministro de economía para ver los asuntos diarios del reino, y había citado al Ministro de educación para un proyecto de vital importancia: poner el retrato del soberano, en todos los cuadernos de los estudiantes y aulas de todos los colegios del reino.

  El Ministro de economía tomó la iniciativa, y habló:

- El Jefe del ejército -pese a la advertencia que le hiciera usted, en la anterior reunión-, mi lord, sigue juntándose con los jefes navales y con los líderes de las cuadrillas de dragones. Está acumulando demasiado poder y…

- Invítelo al retiro, dele una buena pensión y que se vaya a su casa – respondió el Rey.

Pasaron al siguiente tema:

- El Ministro de Salud del reino quiere que pongamos en todos los libros y cuadernos del reino, mensajes de salud, educación sexual para niños, participación comunitaria y demás cosas, mi señor. Y, como usted sabe, ya hemos decidido que vaya el retrato del Rey en los hospitales también… pero insiste.

- Que se dedique a la huelga que le vendrá dentro de unos meses, porque no pienso aumentar sueldos, con lo que ganan ya es suficiente.

- ¿Le recortamos presupuesto, Señor? Sí reclaman por el recorte y se olvidan del aumento.

- Me leíste la mente, mi fiel ministro. ¡Aprobado!

El ministro de educación, que era un hombre muy viejo y muy sabio, guardaba silencio:

- Y usted, señor Ministro de Educación, ¿está de acuerdo?

- Me hizo recordar a un Rey muy antiguo, pariente suyo, mi señor, que cuando algún noble caballero se levantaba en armas, no preguntaba por qué. Simplemente, lo mandaba ahorcaba o le cortaba la mano como escarmiento. Igual con quienes osaran escribir algo en contra de él. Usted sabe, la pluma y la espada, son igual de letales cuando se dirigen en contra de un Rey.

-  ¿Qué tiene que ver con lo que estamos haciendo ahora, señor Ministro? – se adelantó el Rey.

El Ministro de Educación, como si no lo hubiera escuchado, prosiguió:

-  Supongo que es una buena forma de gobernar: Ahorcar, cortar la lengua, manos… pies.

-  ¡Qué horror! – Exclamó el Rey- ¿Eso sucedía en el pasado, mi viejo Ministro? – respondió el Rey acentuando lo de viejo: Usted seguro estuvo ahí- y soltó una carcajada.

 

- No veo la diferencia, mi señor… -se adelantó el viejo Ministro-. A veces, le cortamos las manos a quién es un peligro para nosotros, es lógico y hasta aceptable. Quitarle los pies, para que no anden por ahí, yendo donde el rey no puede ni tampoco quiere. Quitarles presupuesto a los ministros o pagando a los pregoneros del rey más de lo que valen, para que canten hasta la canción que no quieren. Periódicos y artistas suelen ser muy baratos

- Es el arte de gobernar –dijo el Rey, quien siempre se ufanaba de ser bueno en eso. Luego le dijo para que cortara su larga clase y probara su lealtad:- ¿No opina usted igual? En mi reinado no hay sangre, señor Ministro: “matamos menos”.

Entonces el viejo maestro, sin inmutarse, se puso de pie y dando la espalda a su rey, procedió a retirarse del recinto.

-  ¿Me das la espalda, anciano?

El Ministro de Educación y viejo maestro, volteó y le dijo:

- Es lo mismo, mi señor: usted corta las manos, los pies y lenguas, igual que aquel rey malvado, antepasado suyo. La diferencia es que usted no derrama sangre, eso es a ojos vista; lo que usted hace, es que se desangren por dentro.

- Sabe usted –dijo el rey molesto, poniéndose de pie, apretando la empuñadura de su real espada: – puedo destituirlo por lo que acaba de decir.

- Por supuesto, mi señor, lo sé. – Dijo el viejo profesor y concluyó:- ¡Me cortará la cabeza, sin derramar una gota de sangre! Eso es lo que hace un rey moderno, supongo. – Y luego, se marchó.

Cuando hubo salido, se adelantó el Ministro de Economía, y puso una carta de retiro con agradecimiento por los servicios prestados al reino, para su sola firma. El Rey entonces, satisfecho por cómo su Ministro de Economía se adelantaba a sus pensamientos, recomendó:

-  Busca un Ministro más joven –y suspiró como para darse ánimos reflexivos:- Los viejos no tienen nada que perder, se ponen insolentes y agresivos.

Al caer el sol, y solo en sus aposentos reales, el Rey se dijo a sí mismo: «Cuando eres joven, pasas por valiente; pero cuando eres viejo, pasas por estúpido». Y esa fue una de las muchas noches que el Rey no pudo dormir tranquilo, soñando verse al espejo, y ver que no era, en realidad, un Rey, sino la versión moderna de su  sangriento antepasado.

miércoles, 14 de agosto de 2013

El castillo del Rey





    El enemigo estaba a las puertas del castillo y pronto se entablaría la batalla. Al principio, llegaron muertos de hambre y les dieron de comer. Luego, trabajaban por techo y plato de comida, pero los ciudadanos les daban vergüenza explotarlos, y le asignaron salario y derechos iguales. Después de ganarse la confianza, empezaron a matar. No eran todos, pero la gran mayoría traía un instinto de pirata, y terminaron imponiendo sus costumbres. Colocaban sus banderas en todas partes, y cuando había un conflicto o pelea, atacaban en bandas, de a cuatro, cinco y terminaron siendo bandidos. Cuando les pidieron que se vayan, los buenos, reclamaban; los malos imponían. Ahora estaban en todas partes exigiendo derechos del reino que no les correspondía.

Los soldados estaban es sus puestos, las mujeres, los niños y ancianos, refugiados en los galpones. Los almacenes abastecidos para sostener un asedio por lo menos dos meses más, debido a la pandemia que azotaba a todos los reinos.

Los caballeros se apostaron al lado del Rey, planeado la estrategia de defensa mientras los lores, sostenía cada puerta y vigilaban desde las torres, el movimiento del enemigo, comunicando a cada instante sus emplazamientos.

Desde el torreón mayor, un caballero veía con tristeza los techos de las casas, cuya paja pronto ardería en medio de la invasión del enemigo, que estaba en todas partes: apedreando carretas de alimentos, exigiendo dinero, que los transporten gratis, a cobrar sin trabajar, sembrando terror en todos los ciudadanos.

Otro caballero, miraba los almacenes frustrado por no haber hallado la forma adecuada de apilar los suministros de manera adecuada y evitar que se perdieran por golpes o aplastamientos, gran parte de la cosecha de ese año. Abundancia que los invasores envidiaban del reino y se había convertido en una minoría que mantenía su poder mediante el terror y la violencia, apelando a que sus hijos había nacido en el reino, reclamando derechos en un pueblo ajeno.

Los miembros de la guardia real se lamentaban no haber previsto ese desborde, acostumbrados a ser un pueblo pacífico que odiaba las guerras -`porque la conocían bien-, tenía que enfrentarse a una que no la había pedido, y sin querer, propiciado una invasión, confirmando que “no hay mal que por bien no venga”, traicionados en lo más profundo de su corazón

Todos miraban con tristeza lo que perderían ese día, mientras el sol se levantaba en el horizonte, quizás mucho, no verían el atardecer.

Entonces el Rey, que había luchado al lado de su abuelo desde niño, y con su padre cuando era aún adolescente, miró a sus caballeros, lores y soldados, y sin dejar de mirar al pueblo, les dijo:

- Los muros de esta ciudad están hechas para defender nuestras vidas, y serán levantadas una y otra vez si acaso son derribadas. Habrá tiempo para continuar nuestro trabajo, ya lo hemos demostrado una y mil veces. Nada quedará pendiente. Los malvados nunca vencen, eso está escrito.

Luego, dirigiéndose a todos, preguntó:

- ¿Por quién van a luchar hoy?

Como era lógico de esperar, todos gritaron: «¡Por el Rey!».

El soberano, se irguió montado en su caballo de guerra, y dijo:

- No es por su Rey: es por ellos –señalando el galpón, y sacando una voz nunca escuchada, arengó:- Esto vale más que todo el oro del mundo. ¡Luchen por su hogar, por su tierra, por los suyos! ¡Luchen por su propia vida, y por la tierra que se merecen!

Fue el día exacto que aprendieron una gran lección de su gran rey:

-          Morir no es la forma de probar el valor que uno tiene, sino la luchar por el motivo exacto, por el cual el vivir, valga la pena.

Desde entonces, nunca volvieron a ser derrotados y mucho menos, invadidos.







lunes, 12 de agosto de 2013

El Soldado del Rey


  

Siempre que salía el rey a pasear por la ciudad, el pueblo lo aclamaba enormemente. Las voces de alabanza que oía lo exaltaba en sumo grado; pero había una voz que destacaba entre todas las demás.

Cierto día, quiso saber de quién era esos grandes gritos de júbilo y vivas hacia su persona. Así que detuvo el cortejo y envió a sus soldados a identificar hombre de bien, que daba vivas al rey con tanto ánimo y sin cesar.

Encontraron a un viejo soldado sin piernas y sin brazos que se agitaba con verdadera alegría. «¿Podía ser éste, el de las grandes voces?», se preguntó el rey al verlo llegar ante su presencia

-         Dime, buen soldado, ¿por qué tantos ánimos por tu Rey?, ciertamente que estoy muy alagado. ¿A qué se debe tanta euforia? –preguntó intrigado el Soberano.

-         Ay, mi señor es una vieja historia- le dijo.

El viejo soldado contó la vez que, labrando las tierras de su padre y siendo muy niño, escuchó una voz que le decía: “Vivirás muchos años, tantos como los de un Rey”. Y como los reyes no van a la guerra, supuse que viviría muchos años. Por eso fui sin dudar, a todas las guerras que declaró su majestad -desde los tiempos de su abuelo- contra sus enemigos y sobreviví a todas ellas.

-         Siempre me aferré a esa promesa-, culminó el soldado, dando un suspiro.

-         Pero la verdad, es que has quedado mal, muy mal; sin piernas y sin brazos.

-         Pero tengo corazón, mi rey, y aún no ha terminado la historia.

Intrigado el rey le invitó a proseguir:

-         Esa voz me decía que debía confiar, ser fiel a mi rey, hasta el último de mis días.

-         Me parece bien, fiel soldado. Sabio consejo.

-         Pero hay una parte que no quiero contarle –le dijo el soldado.

-         ¿Cuál, buen hombre?

-         La promesa -dudó-, es que no sé dónde, ni sé en qué lugar, la belleza, el esplendor, la magnificencia de su reinado, se prolongará por siempre y para siempre.

-         Oh, gracias, una verdad revelada a mi buen soldado, fiel y valiente…

Entonces el soldado empezó a dar vivas al rey, a lo que todo el mundo siguió fervorosamente. Y mientras el Rey se despedía, no sin antes darle unas monedas al viejo soldado, las cuales éste, se negó a recibir, pidiéndole que se acercara para decirle algo al oído:

-         El final de la promesa, mi rey, es que el día que yo muera, usted morirá también…. Y lo mejor de todo, es que en el otro lado, cambiaríamos de lugar. Yo recibiré todo lo que le di, y usted todo lo que me dio. -Y dirigiéndose a todos los que estaban cerca, gritó-: ¡Viva el rey y la providencia le reserve todas las bendiciones del mundo!

El rey definitivamente, no volvió a ser el mismo desde aquel revelador día. Solo atinó a llevarse a viejo soldado a vivir a palacio y pedir que lo cuidaran tanto como si fuera el mismo Rey.

 

 

Jaque al Rey – relatos esenciales.

 


El Torneo del Rey

Como todos los años, el Rey organizaba el torneo de fin de año, para elegir a los mejores guerreros y ordenar, si era posible, a uno que otro caballero, cuyos méritos de romper algún récord histórico, le daban el honor de sentarse a su mesa.

-   ¿Por qué, mi señor, -preguntó la Reina-, tiene que probar a sus caballeros cada año?

   El Rey, con la sonrisa amable y sincera que solo podía dar a la persona que supiera cómo inspirar ese sentimiento, pues, como decía su padre «los gestos muestran nuestras emociones y si quieres durar como Rey, debes saber controlarlos», amablemente, le respondió:

-  Hace muchos años le pregunté lo mismo a mi padre, el viejo Rey: ¿Por qué más alto, más rápido, más fuerte? –Y mostrando un pergamino, me enseñó los récords que sus caballeros habían alcanzado- ¿Ves?, me dijo, cada año se superan, cada año una vieja marca cae y otra nueva, se levanta.

La reina, aún sin entender y, con la bella forma de provocar la conversación haciendo preguntas, miraba atentamente el pergamino de las marcas alcanzadas por los más brillantes caballeros, volvió a preguntar.

-  ¿Y por qué gastar tanto dinero solo para ganar unas medallas de oro, plata y bronce, que ni si quiera son de oro, plata o bronce de verdad? No sería mejor destinar ese dinero a educación, salud, vivienda, por ejemplo, mi señor.

Entonces el Rey, volvió a mirar a la Reina con sus ojos tiernos de esposo enamorado -de esos que lo convertían en hombre, sin dejar por un instante de ser Rey-, le absolvió la duda.

-  No es el premio, mi reina, es simplemente para que todos en el reino, desde el más humilde obrero, al más diestros artesano; del noble profesor escolar al más alto investigador universitario; del más aguerrido soldado al más ingeniosos general-,  no se les ocurra nunca decir que algo, no se pueda hacer.
Luego, mirando al jefe del evento, dijo:

- Que comiencen los juegos.



domingo, 11 de agosto de 2013

El médico del Rey

Su majestad estaba en cama padeciendo diversas dolencias extrañas desde hace casi siete meses. Nadie podía explicar cómo, pero de pronto, el soberano, conocido por su fuerza inagotable, su erguido y noble aspecto de rey, intrépido veterano de grandes batallas sin miedo a morir y poseedor de una energía inagotable, podía sufrir tantos males a la vez, empezando mojarse la cama.

-  ¡Qué vergüenza! – dijo apenas vió entrar al médico real a sus aposentos-. Pero el dolor en el pecho, esto sí que no lo puedo soportar.

Con la parsimonia de un elefante africano, el médico real sacó todos sus instrumentos: encendió incienso de Jerusalén, quemó menta de Damasco, canela de la india, quinua de los andes y demás hojas secas que hasta su muerte, no reveló nunca para qué servían, porque en realidad ni él sabía, pero le daban buenos resultados, sobre todo con el Rey, que siempre se inventaba tantos males como él, medicamentos.

Todos en el reino supieron al unísono, que era la hora de prepararse para lo inevitable: ¡El Rey se muere!

-  ¡No murmuren! -dijo el soberano tomándose el pecho como para que no se le fuera a salir el corazón, y agregó para que nunca lo olviden:- No me gusta que murmuren. No tienen  por qué conspirar, total, ya me estoy muriendo. Van a perder a su rey, el mejor de todos los tiempos… - terminando su perorata tosiendo como actor de teatro real.

  Y mientras el médico, perfumaba la habitación y le daba pastilla de azúcar con leche de amapola disuelta en agua, no sin antes explicar que eran medicinas nuevas, secretos arrancados a palo a los chamanes Mayas de los recientes reinos conquistados.

El Rey por su parte, ya no le hacía efecto los sonidos de trompeta, para animar su corazón. Ni las historias de sus batallas, ganadas por sus astutos generales y leales soldado. Nada lo hacía reír ni si quiera el amor de su joven reina, 30 años menor que él, conseguida para que no muriera de pena por su eventual viudez.

-  Ya no puedo ir al baño solo –dijo con tristeza-. Los huesos me duelen como si fueran de cristal, y suenan a leño viejo, crujiendo por todos lados. Hace tres meses, la neumonía casi me mata. No puedo ni montar a caballo, ni levantar la espada y menos caminar como antes. El colmo de la vergüenza, mi cochero real me tienen que llevar a todas partes. Y ahora, ésta dolor en el pecho que no se me quita desde las seis de la mañana.

  «¿Seis de la mañana?», repitió como un autómata el médico real. El Rey, que era diestro y atento a interpretar los gestos de las personas a su alrededor -hábito adquirido en las larguísimas juntas con sus ministros de estado y reyes menores-, preguntó al instante:

-  Usted no me está remedando; me está ocultado algo. – Dijo molesto al médico.

- Disculpe mi torpeza, mi señor, pero afuera la gente no murmura ni conspiraba contra usted – Y para aliviarlo, enfatizó:- Ni se están repartiendo su reino…, aún. Lo que pasa es que a las seis de la mañana me llamó su viejo maestro, Don Antonio, el Cid. Está muy mal de salud.

  El rey, antes de entristecerse por la noticia, empezó a justificarse:

- Vaya, ya estaba viejo, cansado. Quería hacer lo que no hizo de joven: escribir libros. Era tiempo de apartarlo, mandarlo a descansar ¡jubilarlo! Él era sabio porque yo, su majestad, así lo había decretado; sin mí, no hubiera sido nada. Además, le hice una linda despedida, con nombramiento como Maestro eterno, discurso y final, ah,  y “plato recordatorio” y... Bueno, lo saqué con honores, como debe ser.

  Al escuchar esto, el galeno dejó de hacer los pasos de su danza sanadora, para detenerse a escuchar. Sintió que era la hora de oír el testamento no escrito del Rey. Entonces, dejó que el soberano hablara:

-  Este reino es lo que es, por mí. Hemos logrado la paz con nuestros vecinos, nos respetan en todo el mundo conocido, y nos temen incluso en mundos que ni si quiera conocen. Hemos logrado avances en la ciencia y tecnología. Tenemos la mejor educación, 5 acreditaciones internacionales. La ciudad crece, los parques se extienden y mis monumentos están en todas partes.

-  Menos los nombres de quienes la construyeron, mi Rey. Un acto injusto puede olvidarse; pero jamás al que lo cometió, y mucho menos con las personas equivocadas.

-  Repíteme eso, médico.

-  Disculpe vuestra merced, usted está en todas partes. Todas las plazas llevan su nombre, en toda obra pública figura el gran rey, incluso las obras de otros; y, en las obras en las que usted no puede intervenir, se la han dedicado a usted, mi señor… por respeto a su investidura.

  Satisfecho, el Rey asentía como diciendo: «Así debe ser».

-  El maestro Antonio estuvo cerca a usted desde que era niño. Fue su tutor. Le aguantaba todos sus berrinches y rabietas reales y lo consolaba y daba ánimo, cuando no quería hablar con nadie. Desbarataba conspiraciones y unía fuerza por usted… Quizás con Antonio, se le fue el último de...

-  Fue cuando era joven, inexperto- interrumpió el Rey, bajo los efectos de la soberbia- necesitaba su apoyo..

-  El reino es reino, mi señor, pero no su reinado. Usted puede ser rey de su casa, de un ejército, de un barco, de una escuela; pero ese es su reino, no su reinado. Es de todos, y de los que lo ayudaron a construirlo, de los que dieron su mejor disposición….

-   Pamplinas, yo soy el que soy, punto - le dijo el rey, callando al «brujo real».

 

-  Puede ser que el reino no sea el mismo; pero su reinado acabó hoy, cuando usted sacó al Buen Antonio.

  Entonces, el Rey, mirando hacia su ventana real, alcanzó a ver llegar a su buen maestro y amigo:

-     Antonio, que esplendido te ves, pareces un Rey» - dijo.

-    Buen maestro – dijo el médico como siguiendo la conversación-, seguro vendrá para acompañarlo y enseñarle a emprender el último camino.

Luego, el médico miró a su alrededor, y percibió un olor distinto pero conocido: a libro nuevo de primer día de escuela. Entonces reconoció que Antonio, el Cid, el gran maestro, le seguiría enseñando al Rey.

 

miércoles, 7 de agosto de 2013

El bufón del Rey

El Rey no tenía memoria de una real carcajada, ni si quiera de una leve sonrisa, desde que el bufón mayor del reino se fue para no volver más. Al principio pensó que estaba enfermo, luego, que se la había rebelado, pues no acudía a sus constantes llamados a palacio, pese a ofrécele el doble de su salario. Así que un día, decidió ir a buscarlo personalmente, sea para averiguar el verdadero motivo, sea para castigarlo al «bufón desobediente».

Acompañado de su guardia personal, el rey partió rumbo a la casa del bufón, no sin antes evitar la fanfarrea de tambores y cornetas que anunciaban su paso, tanto para su entrada como su salida, como lo hacían siempre. Esta vez, debía ser en silencio porque iba a pedir a un bufón que volviera a su trabajo.

Y mientras iba acompañado por de su más leal y confidente general, le preguntó:

-          ¿Por qué crees que el bufón del Rey no quiere regresar al palacio real?

-          No lo sé, pero creo que fue por las burlas.

-          ¿Burlas? Pero si es un bufón, amo de las burlas…

-          Las suyas, señor, con todo respeto…

-          ¿Las mías?

-          El bufón de su majestad era mago, malabarista, equilibrista, payaso, cantor, tocaba varios instrumentos, contaba cuentos…

-          Y sí, es excepcional. Debo contratar a 10 bufones jóvenes para que completen un espectáculo.

-          Justamente por eso, bastaba que tuviera un error, para que usted se burlara de él.

-          Pero si es normal…

-          Con todo respeto, mi lord, el que cuenta los chistes era él. Usted se burló de él cuando se le cayeron los 10 aros de malabares… y nadie podía ni con 5.

-          ¿Y que hay con eso?

-          Todos los bufones, desde el aprendiz e incluso, los más torpes, se burlaron de él.

-          Ah, es que no se hace respetar.

-          No mi lord, la burla venía del Rey, y era casi una orden.

-          Susceptible el bufón, me parece.

-          El día que se enfrentó al mago chino, que levitaba, usted descubrió el truco delante de todos.

-          ¿Y qué con eso? Todos supieron que era una farsa, un truco.

-          Pero la gente alabó más al mago chino, que al bufón del rey, y ambos, eran truco.

-          Una simple comparación, mi general, ¿usted no compara a un buen soldado de uno malo?

-          No mi lord; lo reto, nunca lo comparo.

-          Sí me acuerdo que un día no quiso actuar, y lo suspendí… Es más, ignoré su regreso.

-          Pese a que preparó el mejor de los espectáculos.

-          A veces hay que mantener a la gente en angustia, ignorarlos de vez en cuando… para que no se la crean y se les suban los humos…

-          Eso es letal para alguien que vive del espectáculo, mi Rey.

-          Ah, pero tampoco es el mejor bufón. ¿Recuerdas el francés ese, que ni hablaba? Solo con gestos hacía reír a todos. Un mes fue comentario de mi mesa…

-          Sí, me acuerdo, tanto que el bufón del rey pasó desapercibido e ignorado todo ese mes.

-          Pero no es leal de su parte. “La función debe continuar”, es el lema…, y no me parece justo que me abandone así… Incluso se rebele contra mí, rechazando el salario que le ofrezco.

-          ¿Estamos yendo a pedir que regrese o amenazarlo?

-          Ambas cosas, tal vez…

-          Y si consiguió trabajo…

-          A ver si le dura.

-          Quizás haya aprendido mejores trucos…

-          O los ha comprado a magos, equilibristas o cuenteros de otros reinos… ¿Sabías que el talento también se compra?

-          No, mi lord…

-          Cuántos compran títulos y hasta son llamados doctores, y no saben ni hablar.

-          Pero aprobaron el examen…

-          Tuvieron suerte… o dinero como cancha.

-          Usted premió a su ministro de economía por el cuidado del tesoro real, ¿recuerda?

-          Sí, una medalla al mérito…

-          Esa es su casa, la más bella del reino…

-          Digno, muy digno

-          Ve esa casa de la colina que tiene vista al océano.

-          Sí, ¿de quién es?

-          De su ministro de salud. Se la compró después de que pasó la pandemia…

-          Opulenta, sin duda. Y esa pequeñita, pero bien arreglada ¿de quién es?

-          Del ministro de educación.

-          Digna para alguien que tiene vocación.

-          Y esa, de ladrillos con techo de hojalata, y maceteros de ollas viejas, es realmente muy pobre, pero guarda dignidad de artista ¿de quién es?

-          De su bufón señor.

El rey quedó en silencio. Recordó que mientras su bufón real lo alentaba, preparaba nuevos trucos, escribía nuevos cuentos moralistas, motivadores; perfeccionaba sus malabares en medio de crisis, huelgas, guerras y pandemias, para mantener el ánimo y la mente positiva del Rey y sus Ministros, todos los demás solo habían sacado provecho, menos su bufón.

De pronto, al Rey le invadió una tristeza profunda, se dio cuenta que era un malvado… Que su bufón le había hecho tanto bien, y él, tanto mal… Entonces, solo entonces, actuó como un rey.

-          Volvamos al palacio… no tiene caso.

Y mientras el general ordenaba a la guardia dar la vuelta, vio al bufón del Rey que lo miraba desde una de las ventanas de su casa, al tiempo que le regalaba una espléndida sonrisa…

Entonces el General saludó al bufón, de una manera tal, que solo se le puede ofrecer a un verdadero Rey… Y regresó al reino, convencido de que ahora acompañaba a un auténtico payaso.     

 


El fontanero del Rey


L

uego de que el Papa Gregorio IX, a través de su Vox in rama condenara a muerte a todos los gatos, por ser representantes del mal, y miles de ellos fueran quemados, las ratas empezaron a salir a morir solas en las calles. Cosa que le atribuyeron de inmediato a un “milagro” pontifical, cuando en realidad salían a morir víctimas de la peste negra, de la cual eran portadoras y causantes de la muerte de 50 millones de personas en Europa.

Nobles y soldados, campesinos y artesanos caía como moscas muertas en los caminos y campos, en las calles y las casas. Fue cuando el rey llamó a sus consejeros increpándoles si acaso eso ya no lo habían solucionado.

-            Fue Charles, el siervo abre zanjas quien estaba encargado de eso, mi lord. Todas las aguas servidas las canalizó él, pero ahora están estancadas y no cumple con su trabajo. - Atinó a informar uno de los consejeros del rey.

Años atrás cuando se presentó la primera gran epidemia, Charles, uno de los ingenieros más eficientes del reino, dio la solución:

- Debemos canalizar las acequias y taparla, desviar las aguas sucias hacia el mar y tener un ambiente más limpio higiénico -propuso.

El rey le dio entonces el encargo a Charles pues nadie quería hacerse cargo de esa tarea, por ser una empresa “demasiada asquerosa para un noble”. Y luego de que Charles aceptara dicha comisión, y las condiciones insalubres del reino desaparecieran, todos se olvidaron de que alguna vez hubo peste, y de paso, de olvidaron también, del buen Charles.

Pero cuando se presentó nuevamente una pandemia, todos buscaban no un remedio, y mucho menos una solución: debía encontrar un culpable. Y, aunque charles había dado la solución en una primera instancia, la presencia de la peste indicaba que era un total fracaso.

- El Culpables perfecto –dijo alguien.

- Mi Señor, Charles, el fontanero, no quiere venir dice que está ocupado – Explicó un escandalizado consejero real.

- Mi Rey, Charles, el fontanero, le manda a decir si le puede enviar siervos para que trabajen por él si quiere su presencia porque está muy ocupado, dice – se expresó un arquitecto del Rey, sentenciando:-  una falta de respeto, mi Su Señor.

- Lo amenacé con mi espada, mi lord, y se puso bravo, como la vez que fui a matar a sus 30 gatos… Definitivamente, no quiere hacerle caso, mi Señor… - y remarcó el jefe de la guardia imperial:- Dice que vaya usted.

  Esto último no agradó a nadie y menos atreverse a darle órdenes al rey, y peor aún, un ingeniero venido a menos, como fontanero. El rey se vistió con armaduras de guerra para impresionar y marchó hacia las zanjas de Charles, el fontanero.

Lo primero que el Rey dijo al verlo, fue:

- Encima, durmiendo en medio de esta zanja apestosa. Eres un irrespetuoso, Charles, ¿cómo te atreves a enfrentar a tu rey e intentar humillarlo viniendo yo a ti, y tú no a tu rey?

  Cuando los soldados lo levantaron, Charles no estaba durmiendo; estaba muerto en la zanja.

El rey ordenó entonces a todos sus soldados ocuparse del asunto, enterrar a Charles, olvidarse de él y asignar un reemplazo urgente.

Meses más tarde, la epidemia poco a poco empezó a menguar. Por su puesto que los pregoneros del Rey no solo agradecieron las oraciones de los mendigantes en las calles y del propio Papa, olvidándose de los médicos y enfermeras que atendían a los enfermos, ¡no! Si no que dedicaron días, meses y años en hacer escarnio de Charles, el fontanero, haciéndole responsable de la gran pandemia.

Mientras que el Rey, en su sillón de trabajo, daba los últimos toques a su edicto, encontró una carta sin abrir de Charles, el Ingeniero venido a fontanero, la cual nunca leyó, y decía:

“No soy muy dado a escribir y menos cuento con dotes poéticas, mi Señor, como para incomodarme por no tomar en cuenta mis cartas anteriores. No estoy tan cerca de palacio para asistir a sus fiestas y menos, visto y huelo bien, casi todo el tiempo. Me esposa me ha abandonado y mis hijos con ella, y está bien, al menos no los he condenado a la vida de fontanero, para quienes siempre me vieron como ingeniero. Pero mi poca vida social no silencia mis pedidos de herramientas, materiales, y más gente para realizar mi trabajo. Apenas dormimos mis pocos operarios y yo, y muchos abandonan el trabajo antes de terminar la semana. Otros cobran, y no regresan. Debería aprovechar los feriados para ir a palacio para hablar con usted, pero igual me quitan  valioso tiempo que debo dedicar a cumplir con la encomienda de mi señor. Sepa, que abrimos zanjas todos los días, desviamos las aguas sucias con las manos, peleamos con ratas y alimañas que se meten a los ductos, y que eliminamos con mis queridos gatos que han sobrevivido a la matanza. Todo eso hago y mis herramientas han envejecido, los siervos que me apoyaban encontraron algo mejor que hacer y las ratas y alimañas se multiplican más, y mis gatos han desaparecido uno a uno Señor, entristeciendo más mis días aquí. Si no me ayuda, las calamidades que usted y yo tememos, aparecerán irremediablemente. Sepa que extraño los campos y su olor a tierra mojada y los viñedos y la uvas recién pisadas, ver crecer las plantas y las flores de mi jardín,el amor de mi esposa y el la voz de mis hijos diciendo “papá”; pero, si mis servicios y mi talento son necesarios para el reino aquí, sepa que estaré de pie. Fiel a usted, espero su pronta respuesta”.

Al terminar de leer dicha carta, el Rey miraba el encabezado del edicto real:

“Por orden de su majestad y a partir de la fecha y para siempre, quede borrado el nombre de Charles, el fontanero, quien por su pereza, deslealtad y falta de amor por la patria y su Rey, hizo mal su trabajo, poniendo en grave peligro la integridad del reino, desatendiendo la labor encomendada para bien de todos. Prohíbase pues repetir su nombre, sea borrado del acta de nacimiento real, y expúlsese a todo aquel que mencione o tenga algo que ver con él. Su desobediencia es tomada como alta traición y un desplante al rey, un acto de sedición. Publiques, cúmplase y archívese.”

Deseó por un instante no ser Rey. Pero sabía bien que para que haya héroes, debía haber culpable, y que, en sus decisiones, no cabían ni dudas ni murmuraciones y menos, marcha atrás… y recodó la tarde en que caparon a su caballo. Fue entonces que, con un movimiento casi de espasmo, tiró la carta del buen Charles, al fuego de la chimenea real.

El "milagrero" del Rey


Hacía 7 años que el mago del Rey había muerto buscando la fórmula de la vida eterna, tomando té con 3 gotas de mercurio; luego de fracasar por 20 años buscando la piedra filosofal que convirtiera el plomo en oro, así que el rey se conformaba con poco, hasta que llegó a sus oídos la fama de un “milagrero”.

-   ¿Y qué es un milagrero? – Preguntó el rey-.  He escuchado de hechiceros, brujos, magos y hasta chamanes venidos de las indias occidentales, pero ¿milagrero?

-   Hace a los ciegos ver; a los sordos, oír; a los cojos, andar… a los muertos….

- Esas son blasfemias – interrumpió el cardenal, disculpándose por su abrupta intromisión-. Lo que merece ese brujo es la excomunión, mi rey. Recomiendo desestimar la invitación.

- Es lo mismo que recomiendo yo a su majestad –habló el médico de la corte-. No tienen nada de científico aquello de resucitar muertos.

- Lo mismo pienso yo y de hecho, no creo en nada de eso, - dijo el rey- Pero, valgan verdades: “Ver para creer”. No es así señor cardenal, ¿o me equivoco? Además, habría que certificar el método científico, ¿no doctor?... Y ya que la ciencia y la fe coinciden en algo –dijo con cierta malicia el Rey, ordenó a la guardia -. Tráiganlo de inmediato, quiero conocerlo y ver si hace un milagro de verdad, para beneplácito del doctor aquí presente y para reforzar la fe del cardenal.

  Cuando entró a la sala de audiencias del reino, el milagrero parecía demasiado delgado para ser poderoso; muy bajo para mirar al resto por sobre sus hombros, como suelen hacer los generales y poco atractivo para ser rey. Entonces su majestad comprobó que era inofensivo y solo entonces se percató que antes de mirarlo a él -que era el rey-, no apartaba la vista de la puerta que conducía a la cocina real.

  El rey, antes de averiguar por los milagros del milagrero intrigado, le preguntó por qué miraba tanto hacia la cocina del castillo, pensando que quizás tenía hambre, como para pedirle que primero hiciera un milagro, al menos.

- Acompáñame –le dijo el milagrero al rey, medio en tono de insolente imperativo, a lo que su majestad, medio molesto, pero devorado por la curiosidad e incertidumbre, aceptó.

  Todo el personal de la cocina se formó de inmediato y el milagrero llamó a uno de los cocineros, el más humilde de todos.

- Prepara algo para el rey - le ordenó el milagrero.

El chef del rey objetó el pedido. Adujo que era un inútil, un ignorante. Que apenas servía para hacer la limpieza y el corte de vegetales, ah, y afilar cuchillos. El rey lo mandó a callar y le dijo al ayudante que cumpliera la orden que le estaba dando el “milagrero”.

-          Pero si no sabe freír bien una carne, ni asar un cerdo. ni preparar una ensalada decente. Mi Rey, deje que mis cocineros y yo mismo le preparemos por la honra de la cocina real, 10 veces premiada y….

 

Ciertamente, ya nadie lo escuchó.

Entonces el milagrero, se dirigió a su elegido y le preguntó:

-          ¿Qué sabes hacer?

-          Pastel, señor… panes, tortas, queques…

-          Entonces hazlo.

Y mientras el doctor y el cura se enfrascaban en la discusión que la fe y la ciencia nunca congeniarían, y que el hoy era “solo circunstancial”, el Rey no apartaba la vista del milagrero que iba siguiendo cada paso del ayudante en la cocina. Luego salieron todos al patio por el calor del horno que el joven pastelero encendió. Entonces el milagrero empezó a contar los pueblos que transitaba en su largo peregrinar y el rey, a jactarse de sus pueblos conquistados, haasta el ayudante de cocina pidió que todos entrar.

Era impresionante. Una mesa llena de bocaditos de mazapán, y bollos rellenos de crema pastelera. Panecillos untados en crema de paté de hígado de ganso, y otros, rellenos de pollo deshilachado con mayonesa y puntos de salame. Pero el pastel –qué pastel-, de 2 metros de alto y 4 pisos, blanco puro, con masa elástica de azúcar impalpable, decorada a mano con crema chantillí, rodeado de una cadena de frutos del bosque, recolectados del jardín real: moras rojas y negras, fresas y frambuesas, y los arándanos traídos de las américas.

-   Qué asombroso, qué exquisitez – dijo el rey, probando con el dedo y con los ojos de niño de antigua edad, frente al más esplendido pastel de cumpleaños-. Manjar de dioses, dignos de un rey –exclamó extasiado y palpándose el pecho.

Todos se maravillaron de lo acontecido, entonces el rey preguntó al milagrero:

-  ¿Cómo sabías que este humilde ayudante de cocina y lavador de platos podía lograr tal hazaña de preparar un manjar digno de los dioses?

A lo que el milagrero le contesto:

- Solo le dije que extendiera su mano.

El rey lo invitó a pasar la noche en el castillo a lo que el milagrero aceptó. A la mañana siguiente el rey y la reina, pasaron una feliz noche, casi como si recién se hubieran casado.

- He pasado una bellísima noche, estimado señor “milagrero”, ¿es también un milagro suyo? – dijo el Rey.

- No – le respondió – solo a veces el amor parece muerto, pero en realidad solo está dormido – mirando a los ojos a la feliz reina.

Pasaron muchos años después de ese día y el Rey se puso a hacer milagros también: El arquitecto real, produjo las más bellas esculturas que adornaban el palacio y las principales plazas y parque de la ciudad. El retratista de su majestad, cubrió todo el techo de la catedral con el cielo de Dios y el paraíso terrenal, que el cardenal solo soñaba con estar pronto ahí. El ingeniero militar dejó de hacer defensas y portales, acueductos y desagües, y le construyó al médico real el mejor y más grande hospital, 2 escuelas y una universidad, que eran la envidia de 20 reinos juntos, lo cual hizo feliz a todo el pueblo y los deseos de un feliz e interminable reinado de su majestad.

Y mientras le contaban al milagrero todo lo que había acontecido en el reino desde su visita, solo atinó a recordar la vez en que su maestro abrazó y curó a un leproso.




El perro del Rey


D

e todos los perros que tenía el Rey, había uno que no gozaba de los triunfos de los galgos corredores, ni de los premios de caza de los labradores; ni de los heroicos galardones de los perros de guerra, cuando exterminaban al enemigo herido y rendido en el campo de batalla. No. Este perro para nada era especial; al contrario, vivía en la azotea de palacio.

Se quedó a venir ahí el día en que ladró tanto y tan fuerte, que advirtió al rey de un gran enemigo: un águila portando una tortuga. Y es que como su abuelo, el rey era calvo, y el águila confundiendo su cabeza con una roca, le lanzó una tortuga, matando a su antepasado. Por eso, por defender la vida de rey nieto, lo dejaron vivir en palacio, pero en la azotea.

¿Por qué en la azotea, si salvó la vida del rey?

Bueno, es que al bajarlo para que se presente ante su majestad, vieron que era un perro “chusco”, sin raza. No poseía el tamaño de un galgo, ni el estilo de un labrador, y menos el cuerpo de una perro de guerra… Era, simplemente, un perro de la calle que nadie supo cómo llegó ahí, a la azotea, o que alguno de los sirvientes de palacio lo escondió ahí y no querían hacerse responsables, ni si quiera a favor de su noble acto heroísmo. Fue por eso, por no tener “pinta” de perro real, que lo dejaron seguir viviendo en la azotea de palacio, y recibir su porción de sobras reales cada día.

Una mañana, el perro “chusco” cayó de la azotea y se rompió una pata. El veterinario real, que atendía a los perros del Rey, no estaba en palacio, porque estaba es la esquila de ovejas ese día, así que no hubo quién atendiera a “chusco”. Fue entonces que lo dejaron a las puertas del reino, mientras los soldados compartían algo de su rancho diario, algunos mendigos trataban de aplacar su infinita soledad, y uno que otro loco, le pasaba su locura para que no sintiese dolor.

Los vigías solo se percataron de que chusco”, desapareció, la mañana en que el Rey preguntó por “chusco”, el perro de la azotea.

-   ¿Qué pasa que no ladra? -, preguntó con un tono -no de preocupación ni sorprendido-, sino como para despertar la “ociosidad” de sus guardias reales.

Entonces le explicaron que se cayó, se rompió una pata, que no había veterinario para que lo atendiera y se quedó ahí tirado y un buen día, desapareció.

- Pero le dábamos las sobras todos los días, mi Lord –dijo un soldado, evitando un posible castigo.

-  Bah, un perro «techero», menos mal… - Y el rey siguió su paso como si no fuera gran cosa; pero el “perro” de la azotea, no salía de la cabeza del rey, y empezó a extrañó.

El rey recordó las veces que “chusco” ladraba frente al peligro, la vez que le salvó la vida. Sus vigilias en tiempos de guerra, y sus ladridos alegre en los tiempos de paz, cuando el Rey se acordaba de él, tirándole uno que otro mendrugo a la azotea. Alertaba siempre cuando era necesario, incluso ahuyentaba a alguna serpientes y aves de rapiña, que merodeaban o sobrevolaban el castillo, como hizo la vez que cuidó la vida Rey pelón.

-   Pero no era un campeón como sus galgos veloces, ni tan inteligente como los labradores, ni tan valiente como sus perros de guerra - se dijo el Rey para amenguar su extraña nostalgia por “chusco”. – Luego dijo:-  No vale la pena, hay que reemplazarlo, - sentenció el rey, cuando un poco de nostalgia en su voz.

Entonces el jefe de la casa militar de palacio, soldado fiel e inteligente le dijo al rey.

-  No sabe, usted, mi Señor, lo especial que era ese perro.

-   ¿Qué tenía de especial? –dijo el Rey.

- Sabía de su salida y de su entrada, mi Señor. Nosotros estábamos alertas siempre. Escuchábamos sus ladridos y hasta sabíamos qué significaban. Divisaba a los enemigos de lejos, desde esa humilde azotea. Nos ayudaba mucho, ese “chusco”.

- Eso no  me preocupa a mí, menos a ti –dijo el rey como disipando cualquier miedo, porque para eso era rey, para disipar, calmar y tranquilizar a los demás en las batallas más duras. Era Rey de todos modos; y ese era su principal misión, dar tranquilidad, apaciguar las aguas, esconder el miedo, y seguir para adelante, por eso Rey: un artista para desviar la atención.

-     No lo contradigo, mi Señor, pero ahora debe preocuparse…

-     ¿Preocuparme? ¿Yo? ¿Por ese perro? – respondió el Rey esbozando una sonrisa burlona.

-     Sí, mi señor,  porque “Chusco” está en manos del enemigo, y el enemigo lo trata igual que a un perro, pero esta vez, como un perro real, mi señor.

A partir de ese día, el rey no volvió a dormir tranquilo hasta que vio a “chusco”, meneándole la cola, alegre y juguetón, corriendo hacia sus brazos, lamiéndole la cara y… a todos sus enemigos, detrás de él.

El Consejero del Rey


   


 

U

na vez que el viejo Rey abdicara a su mandato, muchos nuevos consejeros se acercaron al príncipe y, más que vender sus servicios, hablaban del viejo consejero del rey, aduciendo que también estaba viejo, que también debía jubilarse, que tenía ideas obsoletas, que era un “dinosaurio”, que los “viejos a la tumba y JÓVENES A LA ACCIÓN”, que la nueva generación libertaria, y todos los argumentos modernos que, no eran más que «palabras de jóvenes con ego inflamado, y desmesurada ambición», se dijo el viejo consejero del rey saliente, quien perdonaba todo, incluso, el insulto personal.

Y es que él estaba en realidad tan por encima de esas cosas, que los mismos poderosos del reino (hacendados, banqueros y generales) no lo invitaban a las reuniones ni era socio de ningún club social ni campestre ni de playa. Siempre viendo los acontecimientos del reino y adelantándose un paso a lo que ocurriera. No estaba pendiente ni sufría -como la mayoría-, de que lo quisieran o no, o que tuviera tal bien o no. Su visión estaba por encima de los límites de los notables, de los señores, de los soldados o cualquiera del reino.

El nuevo príncipe y futuro Rey, le dijo:

- A veces mi padre lo enviaba a usted a la guerra sin armas y regresaba vencedor.

- Y, sí –dijo el consejero.

- Eres el más astuto de los estrategas, me contó un día. A veces el hambre-, desata ese sentido, llamemos, de conservación y agudiza el ingenio – concluyó con cierta maledicencia.

- Bueno, cuando traje honra al reino –habló el consejero-,  no he pedido ni recibido felicitado en público ni en privado del Rey, ni si quiera un comentario de que si soy o no buen consejero. Mi interés siempre fue otro, mi lord – añadió.

- ¿Humildad?

- Puede ser, pero mi interés es el buen gobierno, nada más – y cortó de inmediato: -¿Y cómo piensa usted mejorar el rendimiento del reino, mi lord.

- Tengo un grupo de jóvenes –y enfatizó el príncipe-, que liderarán ese proceso.

- ¿Tienen experiencia, mi lord?

- Han estudiado en las mejores universidades, tienen maestría, doctorados, sobre todo seguidores, reclutados en lugares de gente joven: playas, bares, discotecas, cantinas… Eso que no había en su tiempo, - y de hecho, me apoyan – dijo el príncipe con risa burlona-. Y se los voy a presentar, aquí y ahora – y dio la orden de que ingresaran sus nuevos consejeros, a lo que al ver a viejo, solo atinaron a lanzarle miradas despreciativas.

- Huele a flores, mi rey… Parece cementerio –dijo uno de los nuevos consejeros del príncipe, a lo que todos rieron-. Debe cambiar a olores como “pachulí”

- O Cup Kekes recién horneados, mi lord – dijo otro, a lo que todos respondieron con un Hummmm

El viejo consejero se acordó cuando era joven, lo primero que hizo fue rendir homenaje a los viejos consejeros salientes. Es más, pasaba tardes enteras escuchándolos en sus casas, estudio o parques donde los encontrara. Leía sus libros y artículos. Sumaba sus experiencias a las suyas. En cambio, estos jóvenes, solo atinaban a mirarlo con desdén y comentar y pedir cosas de infantas.

-            Cada uno de ellos tiene los mejores pergaminos, como se lo dije antes –habló el príncipe-. Han estudiado en las mejores universidades del reino y del extranjero.

El viejo los miraba a cada uno, directamente a los ojos. Y ellos Empezaron a hablar de cómo eliminar al obsoleto congreso, renovar la junta de jueces, mejorar la economía, regalar agua y comida a los pobres, de reducir el presupuesto militar, hacer que la policía sea “amable” con los ciudadanos, invitar al retiro a los viejos generales, reconocer a los colectivos de homosexuales y lesbianas, legalizar el aborto y la marihuana… que todo eso era lo moderno.

El príncipe miraba atentamente al viejo consejero que no se inmutaba, pese a que por años sostuvo todo lo contrario. Entonces, preguntó:

-          ¿Qué opina de las nuevas ideas, mi sabio y viejo consejero?

Entonces, el viejo consejero, miró a cada uno de los jóvenes aspirantes, y les dijo:

-            Ardua tarea la que les espera, pero ¿quién de ustedes va a liderar el consejo supremo del Reino? –todos se miraron entre sí. Fue entonces que concluyó: - Cuando lo hagan, me avisan para delegarle mi puesto – y procedió a retirarse.

Al cabo de unos días, se acusaron tanto entre ellos de ladrones, que hijo de ladrón es también ladrón; que tenían intereses porque eran de la misma calaña, hacer leyes para su grupito, que cuando fuiste, a quien has ganado, que has hecho en tu perra vida; o, acusándose entre ellos: drogadictos, marihuaneros, “abortera, abortero” que convirtieron el reino en una olla de grillos…

-            Basta: Llamen urgente al viejo consejero – dijo el príncipe desesperado, un año después de ser nombrado Rey.

Demás está decir que demoraron meses, y hasta años, volver al estado original; todo lo contrario a darse cuenta que, de los consejeros jóvenes, no quedó ninguno.