El Rey se levantó muy temprano para dirigir personalmente los
detalles de la gran fiesta que iba a celebrar esa noche en el castillo. ¿El
motivo? Premiar a los súbditos más productivos de todo el reino. Pero sobre
todo, congratular a Don Fernando, el porquerizo del Rey.
Y es que por muchos años la carne de cerdo estaba prohibida
en todo el reino, pues extrañamente, algunos que la consumía, morían locos o
convulsionando como lagartijas.
Don Fernando, en cambio, las criaba tan limpias, tan bien
cuidadas, tan de “buena familia”, que antes de usar la grasa de cerdo solo para
los ejes de las carretas, ahora se consumía sanamente en todo el reino,
reduciendo el hambre en general y las protestas en particular.
Justamente, esa mañana, vio entrar a don Fernando desde la su
ventana del castillo, con sus carretas llenas de cerditos que iban directo a la
cocina; pero al rey le llamó la atención: una pequeña marranita que miraba
alegremente hacia su dirección. “Era una señal”, se dijo. Y bajó corriendo las
escaleras para darle el encuentro.
En efecto, la cerdita era
linda, de ojos chinitos, cachetona y rosadita. Cuando descendió por la rampa de
la carreta, el Rey notó la inusual elegancia en su andar que, pese a su
voluminoso cuerpo, sus pezuñas parecían apenas tocar el piso, tan graciosamente
que parecía levitar.
Fue cuando el Rey decidió adoptarla como su nueva mascota real.
Don Fernando, que era muy diestro en ver el futuro -que no
era tampoco nada especial tratándose de una cerdita-, advirtió al rey que los
cerdos no eran mascotas.
Pero el rey no le escuchó: embelesado con el animalito, le
daba de comer de su propia mano, a la que la cerdita atenta, lo hacía con mucho
cuidado de no morderle la mano de su nuevo amo.
- Listo, no se hable más -dijo el Rey-, en la noche la
presento como mi nueva mascota real.
Don Fernando, sabía que el Rey era justo, honrado y de buen
juicio, pero que adolecía del mal de todos los reyes: «solo aprenden de primera
mano», no se atrevió a objetar la decisión de convertir a la cerdita, en la
nueva mascota real. Total, era el Rey.
Ya en la noche y con todos los invitados en el salón principal
del castillo, se procedió a la premiación. Y, mientras el Rey jugaba con su
nueva mascota -que rápidamente aprendió a saltar por el aire, para atrapar su
comida-, no necesariamente provocaba las risas de los asistentes por su gracia,
sino más bien burlas por aparentar agilidad con tan voluminosos cuerpo, algo
que por naturaleza no era, por más esfuerzo que hiciera.
Cuando se disponía a premiar a los ganadores, el general del
ejército real ingresó al salón principal, abriendo las puertas de par en par,
sin percatarse que afuera, se había desatado una inusual tormenta, acompañada
de una torrencial lluvia de verano.
Entonces, la cerdita se escapó directamente al patio y empezó
a darse una bañada de chiquero, mescla de barro, orín y excremento de caballo.
- Cómo ¿no has podido limpiar tu camino, general inepto? – le
dijo el Rey al oficial como tratando de hallar a su primer culpable, sin
reparar la normal cagada de caballos.
El Rey ordenó, entonces a Don Fernando, que bañara de
inmediata a la cerdita y la acondicionara para que la ceremonia pudiera proseguir.
A lo que el súbdito, obediente, accedió no sin antes mirar al rey con unas
ganas de decirle: «Se lo dije, mi lord: los cerdos no son mascotas…», recibiendo
la mirada del rey con su clásico “yo sé lo que hago”.
Luego que don Fernando bañara y acicalara a la cerdita,
regresó al salón real. Los platillos principales empezaban a servirse en las
mesas, cuando un invitado inoportuno y tardón, nuevamente abrió las puertas.
Fue entonces que la cerdita escapó de los brazos de don Fernando y…
El Rey, estalló en cólera y, dirigiéndose a Don Fernando, le
dijo:
- Esta cerdita no es más que una marrana, una mugrienta, una
cochina, que le gusta la inmundicia. En vano ha conocido las virtudes de vivir
en palacio real y ser la mascota preferida del Rey…- concluyó indignado.
El Rey ordenó a Don Fernando que se llevara a esa marrana mugrienta
de su vista.
Y, aunque don Fernando salió ileso de tan desagradable
experiencia con el Rey -quien solo aprendía de primera mano-, grata fue su
sorpresa pues, a partir de ese día, el soberano acuñó dos cosas en su mente: la
primera, dejó de “aprender de primera mano», y borró para siempre de su rostro
el gesto de: “yo sé lo que hago”. Y la segunda; a hablar menos y a escuchar
más; sobre todo, a no permitir que el corazón gobernara su mente, al punto que
una marrana, volviera a entrar a su reino.