jueves, 25 de marzo de 2021

Los elefantes del Rey

 

De un tiempo a esta parte, los elefantes, que eran un símbolo patrio del reino, acompañante de tantas batalles y orgullo nacional, invadían los poblados. No solo causaban destrozos y se alimentaban desmesuradamente, sino que a su paso y en franca estampida, mucha gente salía lastimada e incluso, perdían la vida.

-            Debemos matar a los elefantes más viejos – Dijo uno de los consejeros.

-            Pero los elefantes viejos mantienen en orden la manada, no están luchando por la supremacía como los macho alfa – dijo un experto en vida animal.

-            No estamos para analizar la sociología animal. A veces los elefantes más jóvenes se rebelan contra los más viejos y terminan descargando su furia contra los humanos – Dijo el general.

-            Procedan – expresó el Rey, dando la orden a matar a los elefantes viejos.

Pasado un tiempo, los elefantes volvieron a invadir los poblados, destruyendo todo a su paso. Y a diferencia de la primera vez, ahora eran más violentos, ya no tenían miedo al ruido de las escopetas de los campesinos que se defendían como podían ante semejante ataque. Al contrario, parecía violentarlos más.

-            Matemos a los machos alfa, lomo plateado – dijo el Rey.

-            No creo que sea la solución, mi señor – se adelantó el experto-. De alguna forma, lideran grupos, quizás si los separamos y…

-            Y nada, -se adelantó el general-. Están en tiempos de apareamiento, y es casi seguro que atacar a los humanos es una forma de demostrar su liderazgo.

-            Como dije, machos alfa lomo plateado – concluyó el Rey.

Pasaron semanas para que se dieran cuenta que los elefantes machos que quedaron, eran apáticos. Apenas comían y dormían. Las hembras, por el contrario, acompañadas por sus hijos pequeños, empezaron a invadir nuevamente los poblados. Añadiendo, que con más violencia que las anteriores y que ya ni si quiera esperaban la noche: atacaban a plena luz del día. Y no les importaba ir con los elefantes más pequeños. Perdieron el sentido de conservación y, peor aún, el de protección de la manada.

-            Ahora, ¿habrá que matar a las hembras o a los machos tontos? – dijo el experto en animales, como burlándose del general.

-            Qué sugiere usted – dijo el Rey Retándolo.

-            Si me permite – se adelantó el general de los ejércitos de su majestad, dispuesto a nunca perder en una polémica-. Si matamos a las madres, tendremos elefantes machos bobos, y con ello, una “nueva generación”, dejarán de imitar a los demás, y serán igualmente bobos, su majestad.

-            Pero… -quiso intervenir el experto.

-            Suena lógico: padres mansos, hijos mansos... «Bobos», dijo ¿no? –Asintió el militar- Proceda entonces,  general.

Poco tiempo pasó para que se dieran cuenta que, a la falta de elefantes hembras, los machos mansos empezaron a extrañarlas. Y, como es de suponer, se pusieron nerviosos y empezaron a atacar nuevamente a la población de humanos.

-            ¿Ahora me van a decir que debemos matarlos a todos? – Dijo el Rey desesperado ante la acción inútil de sus asesores.

-            Sin líderes y sin motivación natural, van a buscar cualquier pretexto para atacar – dijo el experto, subiendo un poco el tono de voz acostumbrado.

-            Hagamos que los más jóvenes ataquen a los mayores, así dejarán de invadir los poblados, ocupados en sus propios asuntos – dijo el general.

-             ¿Y cómo lo hará? – preguntó el Rey, intrigado.

-            Fácil, separarlos –y miró al experto animal, robando una idea que ni si quiera, comprendía-. Así lucharán entre ellos por el territorio y se alejaran de los poblados.

-            Excelente, mi general. Proceda –ordenó el Rey.

Solo cuando sintieron los golpes intentando destruir las puertas del Castillo, el Rey se dio cuenta por primera vez, que no estaba ante un enemigo con el cual se pudiera firmar un armisticio. No. Eran grandes, eran fuertes, eran poderosos y… eran irracionales.

Y sintió la soledad de ser Rey. Y, por primera vez, no supo qué hacer.

 

Domingo, 7 de febrero de 2021

 

 

sábado, 17 de agosto de 2013

La cerdita del Rey




El Rey se levantó muy temprano para dirigir personalmente los detalles de la gran fiesta que iba a celebrar esa noche en el castillo. ¿El motivo? Premiar a los súbditos más productivos de todo el reino. Pero sobre todo, congratular a Don Fernando, el porquerizo del Rey.

Y es que por muchos años la carne de cerdo estaba prohibida en todo el reino, pues extrañamente, algunos que la consumía, morían locos o convulsionando como lagartijas.

Don Fernando, en cambio, las criaba tan limpias, tan bien cuidadas, tan de “buena familia”, que antes de usar la grasa de cerdo solo para los ejes de las carretas, ahora se consumía sanamente en todo el reino, reduciendo el hambre en general y las protestas en particular.

Justamente, esa mañana, vio entrar a don Fernando desde la su ventana del castillo, con sus carretas llenas de cerditos que iban directo a la cocina; pero al rey le llamó la atención: una pequeña marranita que miraba alegremente hacia su dirección. “Era una señal”, se dijo. Y bajó corriendo las escaleras para darle el encuentro.

 En efecto, la cerdita era linda, de ojos chinitos, cachetona y rosadita. Cuando descendió por la rampa de la carreta, el Rey notó la inusual elegancia en su andar que, pese a su voluminoso cuerpo, sus pezuñas parecían apenas tocar el piso, tan graciosamente que parecía levitar.

Fue cuando el Rey decidió adoptarla como su nueva mascota real.

Don Fernando, que era muy diestro en ver el futuro -que no era tampoco nada especial tratándose de una cerdita-, advirtió al rey que los cerdos no eran mascotas.

Pero el rey no le escuchó: embelesado con el animalito, le daba de comer de su propia mano, a la que la cerdita atenta, lo hacía con mucho cuidado de no morderle la mano de su nuevo amo.

- Listo, no se hable más -dijo el Rey-, en la noche la presento como mi nueva mascota real.

Don Fernando, sabía que el Rey era justo, honrado y de buen juicio, pero que adolecía del mal de todos los reyes: «solo aprenden de primera mano», no se atrevió a objetar la decisión de convertir a la cerdita, en la nueva mascota real. Total, era el Rey.

Ya en la noche y con todos los invitados en el salón principal del castillo, se procedió a la premiación. Y, mientras el Rey jugaba con su nueva mascota -que rápidamente aprendió a saltar por el aire, para atrapar su comida-, no necesariamente provocaba las risas de los asistentes por su gracia, sino más bien burlas por aparentar agilidad con tan voluminosos cuerpo, algo que por naturaleza no era, por más esfuerzo que hiciera.

Cuando se disponía a premiar a los ganadores, el general del ejército real ingresó al salón principal, abriendo las puertas de par en par, sin percatarse que afuera, se había desatado una inusual tormenta, acompañada de una torrencial lluvia de verano.

Entonces, la cerdita se escapó directamente al patio y empezó a darse una bañada de chiquero, mescla de barro, orín y excremento de caballo.

- Cómo ¿no has podido limpiar tu camino, general inepto? – le dijo el Rey al oficial como tratando de hallar a su primer culpable, sin reparar la normal cagada de caballos.

El Rey ordenó, entonces a Don Fernando, que bañara de inmediata a la cerdita y la acondicionara para que la ceremonia pudiera proseguir. A lo que el súbdito, obediente, accedió no sin antes mirar al rey con unas ganas de decirle: «Se lo dije, mi lord: los cerdos no son mascotas…», recibiendo la mirada del rey con su clásico “yo sé lo que hago”.

Luego que don Fernando bañara y acicalara a la cerdita, regresó al salón real. Los platillos principales empezaban a servirse en las mesas, cuando un invitado inoportuno y tardón, nuevamente abrió las puertas. Fue entonces que la cerdita escapó de los brazos de don Fernando y…

El Rey, estalló en cólera y, dirigiéndose a Don Fernando, le dijo:

- Esta cerdita no es más que una marrana, una mugrienta, una cochina, que le gusta la inmundicia. En vano ha conocido las virtudes de vivir en palacio real y ser la mascota preferida del Rey…- concluyó indignado.

El Rey ordenó a Don Fernando que se llevara a esa marrana mugrienta de su vista.

Y, aunque don Fernando salió ileso de tan desagradable experiencia con el Rey -quien solo aprendía de primera mano-, grata fue su sorpresa pues, a partir de ese día, el soberano acuñó dos cosas en su mente: la primera, dejó de “aprender de primera mano», y borró para siempre de su rostro el gesto de: “yo sé lo que hago”. Y la segunda; a hablar menos y a escuchar más; sobre todo, a no permitir que el corazón gobernara su mente, al punto que una marrana, volviera a entrar a su reino.

 


viernes, 16 de agosto de 2013

El antepasado del Rey


Se encontraba el Rey en una junta con su ministro de economía para ver los asuntos diarios del reino, y había citado al Ministro de educación para un proyecto de vital importancia: poner el retrato del soberano, en todos los cuadernos de los estudiantes y aulas de todos los colegios del reino.

  El Ministro de economía tomó la iniciativa, y habló:

- El Jefe del ejército -pese a la advertencia que le hiciera usted, en la anterior reunión-, mi lord, sigue juntándose con los jefes navales y con los líderes de las cuadrillas de dragones. Está acumulando demasiado poder y…

- Invítelo al retiro, dele una buena pensión y que se vaya a su casa – respondió el Rey.

Pasaron al siguiente tema:

- El Ministro de Salud del reino quiere que pongamos en todos los libros y cuadernos del reino, mensajes de salud, educación sexual para niños, participación comunitaria y demás cosas, mi señor. Y, como usted sabe, ya hemos decidido que vaya el retrato del Rey en los hospitales también… pero insiste.

- Que se dedique a la huelga que le vendrá dentro de unos meses, porque no pienso aumentar sueldos, con lo que ganan ya es suficiente.

- ¿Le recortamos presupuesto, Señor? Sí reclaman por el recorte y se olvidan del aumento.

- Me leíste la mente, mi fiel ministro. ¡Aprobado!

El ministro de educación, que era un hombre muy viejo y muy sabio, guardaba silencio:

- Y usted, señor Ministro de Educación, ¿está de acuerdo?

- Me hizo recordar a un Rey muy antiguo, pariente suyo, mi señor, que cuando algún noble caballero se levantaba en armas, no preguntaba por qué. Simplemente, lo mandaba ahorcaba o le cortaba la mano como escarmiento. Igual con quienes osaran escribir algo en contra de él. Usted sabe, la pluma y la espada, son igual de letales cuando se dirigen en contra de un Rey.

-  ¿Qué tiene que ver con lo que estamos haciendo ahora, señor Ministro? – se adelantó el Rey.

El Ministro de Educación, como si no lo hubiera escuchado, prosiguió:

-  Supongo que es una buena forma de gobernar: Ahorcar, cortar la lengua, manos… pies.

-  ¡Qué horror! – Exclamó el Rey- ¿Eso sucedía en el pasado, mi viejo Ministro? – respondió el Rey acentuando lo de viejo: Usted seguro estuvo ahí- y soltó una carcajada.

 

- No veo la diferencia, mi señor… -se adelantó el viejo Ministro-. A veces, le cortamos las manos a quién es un peligro para nosotros, es lógico y hasta aceptable. Quitarle los pies, para que no anden por ahí, yendo donde el rey no puede ni tampoco quiere. Quitarles presupuesto a los ministros o pagando a los pregoneros del rey más de lo que valen, para que canten hasta la canción que no quieren. Periódicos y artistas suelen ser muy baratos

- Es el arte de gobernar –dijo el Rey, quien siempre se ufanaba de ser bueno en eso. Luego le dijo para que cortara su larga clase y probara su lealtad:- ¿No opina usted igual? En mi reinado no hay sangre, señor Ministro: “matamos menos”.

Entonces el viejo maestro, sin inmutarse, se puso de pie y dando la espalda a su rey, procedió a retirarse del recinto.

-  ¿Me das la espalda, anciano?

El Ministro de Educación y viejo maestro, volteó y le dijo:

- Es lo mismo, mi señor: usted corta las manos, los pies y lenguas, igual que aquel rey malvado, antepasado suyo. La diferencia es que usted no derrama sangre, eso es a ojos vista; lo que usted hace, es que se desangren por dentro.

- Sabe usted –dijo el rey molesto, poniéndose de pie, apretando la empuñadura de su real espada: – puedo destituirlo por lo que acaba de decir.

- Por supuesto, mi señor, lo sé. – Dijo el viejo profesor y concluyó:- ¡Me cortará la cabeza, sin derramar una gota de sangre! Eso es lo que hace un rey moderno, supongo. – Y luego, se marchó.

Cuando hubo salido, se adelantó el Ministro de Economía, y puso una carta de retiro con agradecimiento por los servicios prestados al reino, para su sola firma. El Rey entonces, satisfecho por cómo su Ministro de Economía se adelantaba a sus pensamientos, recomendó:

-  Busca un Ministro más joven –y suspiró como para darse ánimos reflexivos:- Los viejos no tienen nada que perder, se ponen insolentes y agresivos.

Al caer el sol, y solo en sus aposentos reales, el Rey se dijo a sí mismo: «Cuando eres joven, pasas por valiente; pero cuando eres viejo, pasas por estúpido». Y esa fue una de las muchas noches que el Rey no pudo dormir tranquilo, soñando verse al espejo, y ver que no era, en realidad, un Rey, sino la versión moderna de su  sangriento antepasado.

miércoles, 14 de agosto de 2013

El castillo del Rey





    El enemigo estaba a las puertas del castillo y pronto se entablaría la batalla. Al principio, llegaron muertos de hambre y les dieron de comer. Luego, trabajaban por techo y plato de comida, pero los ciudadanos les daban vergüenza explotarlos, y le asignaron salario y derechos iguales. Después de ganarse la confianza, empezaron a matar. No eran todos, pero la gran mayoría traía un instinto de pirata, y terminaron imponiendo sus costumbres. Colocaban sus banderas en todas partes, y cuando había un conflicto o pelea, atacaban en bandas, de a cuatro, cinco y terminaron siendo bandidos. Cuando les pidieron que se vayan, los buenos, reclamaban; los malos imponían. Ahora estaban en todas partes exigiendo derechos del reino que no les correspondía.

Los soldados estaban es sus puestos, las mujeres, los niños y ancianos, refugiados en los galpones. Los almacenes abastecidos para sostener un asedio por lo menos dos meses más, debido a la pandemia que azotaba a todos los reinos.

Los caballeros se apostaron al lado del Rey, planeado la estrategia de defensa mientras los lores, sostenía cada puerta y vigilaban desde las torres, el movimiento del enemigo, comunicando a cada instante sus emplazamientos.

Desde el torreón mayor, un caballero veía con tristeza los techos de las casas, cuya paja pronto ardería en medio de la invasión del enemigo, que estaba en todas partes: apedreando carretas de alimentos, exigiendo dinero, que los transporten gratis, a cobrar sin trabajar, sembrando terror en todos los ciudadanos.

Otro caballero, miraba los almacenes frustrado por no haber hallado la forma adecuada de apilar los suministros de manera adecuada y evitar que se perdieran por golpes o aplastamientos, gran parte de la cosecha de ese año. Abundancia que los invasores envidiaban del reino y se había convertido en una minoría que mantenía su poder mediante el terror y la violencia, apelando a que sus hijos había nacido en el reino, reclamando derechos en un pueblo ajeno.

Los miembros de la guardia real se lamentaban no haber previsto ese desborde, acostumbrados a ser un pueblo pacífico que odiaba las guerras -`porque la conocían bien-, tenía que enfrentarse a una que no la había pedido, y sin querer, propiciado una invasión, confirmando que “no hay mal que por bien no venga”, traicionados en lo más profundo de su corazón

Todos miraban con tristeza lo que perderían ese día, mientras el sol se levantaba en el horizonte, quizás mucho, no verían el atardecer.

Entonces el Rey, que había luchado al lado de su abuelo desde niño, y con su padre cuando era aún adolescente, miró a sus caballeros, lores y soldados, y sin dejar de mirar al pueblo, les dijo:

- Los muros de esta ciudad están hechas para defender nuestras vidas, y serán levantadas una y otra vez si acaso son derribadas. Habrá tiempo para continuar nuestro trabajo, ya lo hemos demostrado una y mil veces. Nada quedará pendiente. Los malvados nunca vencen, eso está escrito.

Luego, dirigiéndose a todos, preguntó:

- ¿Por quién van a luchar hoy?

Como era lógico de esperar, todos gritaron: «¡Por el Rey!».

El soberano, se irguió montado en su caballo de guerra, y dijo:

- No es por su Rey: es por ellos –señalando el galpón, y sacando una voz nunca escuchada, arengó:- Esto vale más que todo el oro del mundo. ¡Luchen por su hogar, por su tierra, por los suyos! ¡Luchen por su propia vida, y por la tierra que se merecen!

Fue el día exacto que aprendieron una gran lección de su gran rey:

-          Morir no es la forma de probar el valor que uno tiene, sino la luchar por el motivo exacto, por el cual el vivir, valga la pena.

Desde entonces, nunca volvieron a ser derrotados y mucho menos, invadidos.







lunes, 12 de agosto de 2013

El Soldado del Rey


  

Siempre que salía el rey a pasear por la ciudad, el pueblo lo aclamaba enormemente. Las voces de alabanza que oía lo exaltaba en sumo grado; pero había una voz que destacaba entre todas las demás.

Cierto día, quiso saber de quién era esos grandes gritos de júbilo y vivas hacia su persona. Así que detuvo el cortejo y envió a sus soldados a identificar hombre de bien, que daba vivas al rey con tanto ánimo y sin cesar.

Encontraron a un viejo soldado sin piernas y sin brazos que se agitaba con verdadera alegría. «¿Podía ser éste, el de las grandes voces?», se preguntó el rey al verlo llegar ante su presencia

-         Dime, buen soldado, ¿por qué tantos ánimos por tu Rey?, ciertamente que estoy muy alagado. ¿A qué se debe tanta euforia? –preguntó intrigado el Soberano.

-         Ay, mi señor es una vieja historia- le dijo.

El viejo soldado contó la vez que, labrando las tierras de su padre y siendo muy niño, escuchó una voz que le decía: “Vivirás muchos años, tantos como los de un Rey”. Y como los reyes no van a la guerra, supuse que viviría muchos años. Por eso fui sin dudar, a todas las guerras que declaró su majestad -desde los tiempos de su abuelo- contra sus enemigos y sobreviví a todas ellas.

-         Siempre me aferré a esa promesa-, culminó el soldado, dando un suspiro.

-         Pero la verdad, es que has quedado mal, muy mal; sin piernas y sin brazos.

-         Pero tengo corazón, mi rey, y aún no ha terminado la historia.

Intrigado el rey le invitó a proseguir:

-         Esa voz me decía que debía confiar, ser fiel a mi rey, hasta el último de mis días.

-         Me parece bien, fiel soldado. Sabio consejo.

-         Pero hay una parte que no quiero contarle –le dijo el soldado.

-         ¿Cuál, buen hombre?

-         La promesa -dudó-, es que no sé dónde, ni sé en qué lugar, la belleza, el esplendor, la magnificencia de su reinado, se prolongará por siempre y para siempre.

-         Oh, gracias, una verdad revelada a mi buen soldado, fiel y valiente…

Entonces el soldado empezó a dar vivas al rey, a lo que todo el mundo siguió fervorosamente. Y mientras el Rey se despedía, no sin antes darle unas monedas al viejo soldado, las cuales éste, se negó a recibir, pidiéndole que se acercara para decirle algo al oído:

-         El final de la promesa, mi rey, es que el día que yo muera, usted morirá también…. Y lo mejor de todo, es que en el otro lado, cambiaríamos de lugar. Yo recibiré todo lo que le di, y usted todo lo que me dio. -Y dirigiéndose a todos los que estaban cerca, gritó-: ¡Viva el rey y la providencia le reserve todas las bendiciones del mundo!

El rey definitivamente, no volvió a ser el mismo desde aquel revelador día. Solo atinó a llevarse a viejo soldado a vivir a palacio y pedir que lo cuidaran tanto como si fuera el mismo Rey.

 

 

Jaque al Rey – relatos esenciales.

 


El Torneo del Rey

Como todos los años, el Rey organizaba el torneo de fin de año, para elegir a los mejores guerreros y ordenar, si era posible, a uno que otro caballero, cuyos méritos de romper algún récord histórico, le daban el honor de sentarse a su mesa.

-   ¿Por qué, mi señor, -preguntó la Reina-, tiene que probar a sus caballeros cada año?

   El Rey, con la sonrisa amable y sincera que solo podía dar a la persona que supiera cómo inspirar ese sentimiento, pues, como decía su padre «los gestos muestran nuestras emociones y si quieres durar como Rey, debes saber controlarlos», amablemente, le respondió:

-  Hace muchos años le pregunté lo mismo a mi padre, el viejo Rey: ¿Por qué más alto, más rápido, más fuerte? –Y mostrando un pergamino, me enseñó los récords que sus caballeros habían alcanzado- ¿Ves?, me dijo, cada año se superan, cada año una vieja marca cae y otra nueva, se levanta.

La reina, aún sin entender y, con la bella forma de provocar la conversación haciendo preguntas, miraba atentamente el pergamino de las marcas alcanzadas por los más brillantes caballeros, volvió a preguntar.

-  ¿Y por qué gastar tanto dinero solo para ganar unas medallas de oro, plata y bronce, que ni si quiera son de oro, plata o bronce de verdad? No sería mejor destinar ese dinero a educación, salud, vivienda, por ejemplo, mi señor.

Entonces el Rey, volvió a mirar a la Reina con sus ojos tiernos de esposo enamorado -de esos que lo convertían en hombre, sin dejar por un instante de ser Rey-, le absolvió la duda.

-  No es el premio, mi reina, es simplemente para que todos en el reino, desde el más humilde obrero, al más diestros artesano; del noble profesor escolar al más alto investigador universitario; del más aguerrido soldado al más ingeniosos general-,  no se les ocurra nunca decir que algo, no se pueda hacer.
Luego, mirando al jefe del evento, dijo:

- Que comiencen los juegos.



domingo, 11 de agosto de 2013

El médico del Rey

Su majestad estaba en cama padeciendo diversas dolencias extrañas desde hace casi siete meses. Nadie podía explicar cómo, pero de pronto, el soberano, conocido por su fuerza inagotable, su erguido y noble aspecto de rey, intrépido veterano de grandes batallas sin miedo a morir y poseedor de una energía inagotable, podía sufrir tantos males a la vez, empezando mojarse la cama.

-  ¡Qué vergüenza! – dijo apenas vió entrar al médico real a sus aposentos-. Pero el dolor en el pecho, esto sí que no lo puedo soportar.

Con la parsimonia de un elefante africano, el médico real sacó todos sus instrumentos: encendió incienso de Jerusalén, quemó menta de Damasco, canela de la india, quinua de los andes y demás hojas secas que hasta su muerte, no reveló nunca para qué servían, porque en realidad ni él sabía, pero le daban buenos resultados, sobre todo con el Rey, que siempre se inventaba tantos males como él, medicamentos.

Todos en el reino supieron al unísono, que era la hora de prepararse para lo inevitable: ¡El Rey se muere!

-  ¡No murmuren! -dijo el soberano tomándose el pecho como para que no se le fuera a salir el corazón, y agregó para que nunca lo olviden:- No me gusta que murmuren. No tienen  por qué conspirar, total, ya me estoy muriendo. Van a perder a su rey, el mejor de todos los tiempos… - terminando su perorata tosiendo como actor de teatro real.

  Y mientras el médico, perfumaba la habitación y le daba pastilla de azúcar con leche de amapola disuelta en agua, no sin antes explicar que eran medicinas nuevas, secretos arrancados a palo a los chamanes Mayas de los recientes reinos conquistados.

El Rey por su parte, ya no le hacía efecto los sonidos de trompeta, para animar su corazón. Ni las historias de sus batallas, ganadas por sus astutos generales y leales soldado. Nada lo hacía reír ni si quiera el amor de su joven reina, 30 años menor que él, conseguida para que no muriera de pena por su eventual viudez.

-  Ya no puedo ir al baño solo –dijo con tristeza-. Los huesos me duelen como si fueran de cristal, y suenan a leño viejo, crujiendo por todos lados. Hace tres meses, la neumonía casi me mata. No puedo ni montar a caballo, ni levantar la espada y menos caminar como antes. El colmo de la vergüenza, mi cochero real me tienen que llevar a todas partes. Y ahora, ésta dolor en el pecho que no se me quita desde las seis de la mañana.

  «¿Seis de la mañana?», repitió como un autómata el médico real. El Rey, que era diestro y atento a interpretar los gestos de las personas a su alrededor -hábito adquirido en las larguísimas juntas con sus ministros de estado y reyes menores-, preguntó al instante:

-  Usted no me está remedando; me está ocultado algo. – Dijo molesto al médico.

- Disculpe mi torpeza, mi señor, pero afuera la gente no murmura ni conspiraba contra usted – Y para aliviarlo, enfatizó:- Ni se están repartiendo su reino…, aún. Lo que pasa es que a las seis de la mañana me llamó su viejo maestro, Don Antonio, el Cid. Está muy mal de salud.

  El rey, antes de entristecerse por la noticia, empezó a justificarse:

- Vaya, ya estaba viejo, cansado. Quería hacer lo que no hizo de joven: escribir libros. Era tiempo de apartarlo, mandarlo a descansar ¡jubilarlo! Él era sabio porque yo, su majestad, así lo había decretado; sin mí, no hubiera sido nada. Además, le hice una linda despedida, con nombramiento como Maestro eterno, discurso y final, ah,  y “plato recordatorio” y... Bueno, lo saqué con honores, como debe ser.

  Al escuchar esto, el galeno dejó de hacer los pasos de su danza sanadora, para detenerse a escuchar. Sintió que era la hora de oír el testamento no escrito del Rey. Entonces, dejó que el soberano hablara:

-  Este reino es lo que es, por mí. Hemos logrado la paz con nuestros vecinos, nos respetan en todo el mundo conocido, y nos temen incluso en mundos que ni si quiera conocen. Hemos logrado avances en la ciencia y tecnología. Tenemos la mejor educación, 5 acreditaciones internacionales. La ciudad crece, los parques se extienden y mis monumentos están en todas partes.

-  Menos los nombres de quienes la construyeron, mi Rey. Un acto injusto puede olvidarse; pero jamás al que lo cometió, y mucho menos con las personas equivocadas.

-  Repíteme eso, médico.

-  Disculpe vuestra merced, usted está en todas partes. Todas las plazas llevan su nombre, en toda obra pública figura el gran rey, incluso las obras de otros; y, en las obras en las que usted no puede intervenir, se la han dedicado a usted, mi señor… por respeto a su investidura.

  Satisfecho, el Rey asentía como diciendo: «Así debe ser».

-  El maestro Antonio estuvo cerca a usted desde que era niño. Fue su tutor. Le aguantaba todos sus berrinches y rabietas reales y lo consolaba y daba ánimo, cuando no quería hablar con nadie. Desbarataba conspiraciones y unía fuerza por usted… Quizás con Antonio, se le fue el último de...

-  Fue cuando era joven, inexperto- interrumpió el Rey, bajo los efectos de la soberbia- necesitaba su apoyo..

-  El reino es reino, mi señor, pero no su reinado. Usted puede ser rey de su casa, de un ejército, de un barco, de una escuela; pero ese es su reino, no su reinado. Es de todos, y de los que lo ayudaron a construirlo, de los que dieron su mejor disposición….

-   Pamplinas, yo soy el que soy, punto - le dijo el rey, callando al «brujo real».

 

-  Puede ser que el reino no sea el mismo; pero su reinado acabó hoy, cuando usted sacó al Buen Antonio.

  Entonces, el Rey, mirando hacia su ventana real, alcanzó a ver llegar a su buen maestro y amigo:

-     Antonio, que esplendido te ves, pareces un Rey» - dijo.

-    Buen maestro – dijo el médico como siguiendo la conversación-, seguro vendrá para acompañarlo y enseñarle a emprender el último camino.

Luego, el médico miró a su alrededor, y percibió un olor distinto pero conocido: a libro nuevo de primer día de escuela. Entonces reconoció que Antonio, el Cid, el gran maestro, le seguiría enseñando al Rey.